Los dos relojes

viernes, 13 de noviembre de 2009




Mi respiración va poco a poco volviendo a su ritmo habitual. El salón, desenfocado por las lágrimas, también parece recuperar la nitidez de siempre, y los números geométricos y luminosos del aparato de video son lo primero que capta mi atención: son las 11:55. Mi vista se dirige entonces al receptor de la televisión por cable, escasos centímetros más abajo, que sin titubear marca las 11:56. ¡Qué difícil resulta siempre acotar el presente!

Me pregunto entonces si habrá algún momento en que ambos relojes marquen la misma hora. Y un poco por curiosidad pero sobre todo por la necesidad de encontrar alguna rendija para la coherencia, alguna fisura para la armonía en este caos emocional que me aprisiona, decido esperar a que alguno de los dos cambie para comprobarlo. La espera que en principio había de ser breve, se dilata, como todas, en lo que parece bastante más de un minuto. Y entonces... ¡uno de los dos cambia! En una mínima fracción de segundo dirijo la vista a la otra pantallita y, ¡por Dios! ¡acaba de cambiar también! ¡No me lo puedo creer! ¿Cuanto tiempo habrán permanecido llamando al presente con el mismo nombre? ¿Dos décimas de segundo? ¿Tres quizás?

Una extraña desesperanza me sobrecoge y me acuerdo de Ariadna. De los momentos mágicos en que nuestros presentes coincidían y nuestros relojes latían al unísono. En esos instantes uno hubiera perdonado cualquier desacuerdo, cualquier diferencia pasada o futura. En esos momentos, yo, ateo irrecuperable, llamaba a Dios y lo invitaba a bajar junto a nosotros, convencido de que ni siquiera un ser omnipotente hubiera podido imaginar un paraíso mejor.

Entonces el tiempo, el que todo lo cura, el que todo lo impregna, con ese carácter suyo unas veces tan dulce y otras tan amargo, pero siempre inexorable, nos colocaba a cada uno en nuestro presente particular. Plagado de vértigo, ahogo y angustia en uno; repleto de anhelos, esperas e impaciencia en el otro. Y, nuevamente, acabábamos confinados en dos presentes distintos en mutua y permanente persecución, agotados, desesperanzados por la escasez y la brevedad de las coincidencias.

Como un absurdo letrero de neón en un bosque otoñal de castaños se ilumina ahora en mi mente esa frase tantas veces escuchada en el cine: ”Sincronicemos nuestros relojes”. Dejo de ver números y pensar pasados para imaginarme camarada de un grupo de ladrones de banco a punto de dar el golpe. Y, justo antes de que la fantasía termine de difuminar los contornos de la realidad y me anestesie, me descubro reflejado en el televisor con la más melancólica de mis sonrisas.

Juan Luis Blanco
01/09/2009

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