El escalador asimétrico III

domingo, 27 de diciembre de 2009

(Viene de: el escalador asimétrico II)

A pesar de que su estado de ánimo no puede ser mejor, el eco lánguido de un tango gira y se repite mil veces en la cabeza de Daniel al ritmo de sus pasos. Las bandas sonoras de nuestras vidas son todo menos coherentes y parece que ni siquiera uno mismo las pudiera elegir –piensa. Han pasado casi dos meses desde la última vez que Daniel y Adela recorrieran ese mismo camino. El sol se adivina detrás de las montañas, y aunque todavía no ha iniciado su particular baile con las sombras del valle, promete un luminoso día para llevar a cabo el nuevo intento, el segundo ataque a la vía que desde aquel fatídico día ha poblado por igual sus pesadillas y sus sueños.

Las consecuencias de aquella tentativa fallida fueron desastrosas: otras seis semanas de reposo y muchas horas dedicadas a las heridas interiores, las que no se ven, ni sangran, ni producen moratones y que por ello resultan más difíciles de sanar como deben. Pero si algo había aprendido Daniel desde pequeño era a buscar el lado positivo que siempre nos muestran nuestras desgracias si lo sabemos buscar. Y puede sonar a frase hecha para la ocasión, a palmadita hueca en la espalda, pero es verdad –se reafirma Daniel. En ese infierno, él ha conocido a la mejor Adela, hasta el punto de que no sabe cuanto más hubiera tardado en recuperarse de no ser por la constante presencia de un ser tan encantador y positivo a su lado. Resulta imposible ser mero espectador de su optimismo. Uno se contagia sin remedio, por vía oral, cutánea, aérea o porque sí. Y Daniel sonríe al mundo, que es lo menos que uno puede hacer cuando es objeto de una suerte que hoy le parece infinita.

Tras el tercer puente sobre el arroyo el camino se bifurca. Por la vereda que sale a la izquierda se llega a la casita de Mark. El mensaje de humo de su chimenea les habla de aromas de café recién hecho sobre el fuego de leña. Mientras evoca el delicioso café de Mark, Daniel no puede evitar recordar sus palabras en aquel fatídico día. Tampoco un sentimiento de vergüenza por su propia reacción. Mark no es alguien a quien le guste fanfarronear ni mucho menos menospreciar a sus amigos –reflexiona Daniel mientras decide que le gustaría tener una conversación con él.

De repente, un silbido y sus cien ecos lo sacan de su ensimismamiento. La puerta de la casita de Mark está abierta y subido al tocón donde corta la leña “el abuelo” levanta y agita los brazos como si estuviera en lo alto de un podium. Es la peculiar manera de Mark de desearles suerte. Adela ríe a carcajadas y se sorprende a sí misma con un grito de alegría que le ha salido de no sabe bien dónde. Daniel ríe también, y mientras salta repetidamente levanta los brazos imitándolo. A pesar de la distancia, Mark alcanza a distinguir que el brazo izquierdo de Daniel no se levanta lo mismo que su brazo derecho y por un instante su rostro se ensombrece. Pero se sobrepone enseguida: – Aquí huele a buen café y a triunfo –se dice en voz alta como para convencerse mientras se agacha para atravesar la puerta que da a su pequeña cocina.

–¡Este hombre es único! –exclama Adela.

–¡Único y grande! –añade Daniel jugando con las palabras como en sus mejores tiempos.

Contagiados por la vitalidad matutina del “abuelo”, la dura pendiente de aproximación les parece hoy una suave rampa que prácticamente no han advertido, y en poco más de una hora alcanzan la base de la pared. Cuerda, arneses, cintas, mosquetones, cordinos, cascos, pies de gato... todo sale de la mochila en el mismo orden de siempre, y como para invocar a la suerte, pero principalmente para no dejar espacio a la fatalidad, todo se dispone y se ordena según la misma reincidente rutina. Pero a diferencia de la anterior ocasión, sus rostros tienen una expresión más grave, como si los fantasmas que desde hace unos minutos acompañan a Daniel hubieran adquirido súbitamente presencia y peso ante ellos.

Sintiendo la urgencia de saldar una deuda pendiente, Daniel decide comenzar sin dilatar demasiado los minutos previos. Están allí, es el momento, no hay marcha atrás. Se gira para decir algo a Adela pero sus labios lo encuentran antes. Sonríen nerviosos, como la primera vez que se besaron, y con una mirada que concentra una ternura y energía infinitas Adela le susurra: ¡Vamos!

A pocos metros del suelo la mente de Daniel se ha vaciado de todo lo que no sea su cuerpo, la pared y la fuerza de la gravedad. No existe nada más aparte de todo aquello que surja de la interacción de esos tres factores. Piensa en sus manos, en sus pies, en cómo poner, quitar o repartir su peso entre ellos, detecta y valora cada forma o hueco de la roca, anticipa los movimientos que habrá de combinar más arriba y, a medida que se aproxima al paso clave, trata de imaginar cómo se las apañó Pedro para resolver el problema.

Ahí está de nuevo. La laja parece hoy más inalcanzable. No puede ser, está demasiado lejos –se desanima prematuramente. Descarta completamente repetir el brusco movimiento con el que él mismo había resuelto el paso en otras ocasiones. Teme repetir el desastre de la otra vez. Mira la laja, la exigua regleta a su izquierda, el minúsculo resalte lateral a su derecha, la mínima protuberancia donde debería apoyar el pie izquierdo y su mente se bloquea mientras su cabeza se mueve de lado a lado esbozando un no que todavía no quiere creerse del todo. Y sin embargo, es consciente de que no encuentra ninguna solución. Y siente que el tiempo no pasa, más bien gira y se repite en una cantinela redundante de negaciones: no puedo, no llego, no encuentro, no puedo, no llego... El opresivo peso del desánimo se suma a la perseverante gravedad, y Daniel lucha en un esfuerzo desesperado por mantener su cuerpo en equilibrio y su mente en orden. Trata de fijar un ritmo en su respiración, de recuperar el tacto de la roca en sus pies y sus manos, y tras afirmarse en una postura menos incómoda, consigue serenarse un poco. Debe pensar.

Es imposible que Pedro superara el paso de este modo. Imposible que él llegara donde yo ahora ni sueño con alcanzar. Tiene que haber otra forma. Si él es más bajo que yo, necesito pensar como un escalador más pequeño. Necesito aprender sus recursos, sus movimientos. Olvidarme del escalador de 175 centímetros cuando entre en acción mi brazo izquierdo. Recuperarlo cuando sea el derecho quien ha de intervenir. Tan sencillo como eso: ahora soy dos escaladores –piensa con comedida ilusión y un moderado convencimiento.

Daniel comienza entonces a escudriñar la pared centímetro a centímetro. Y como si hubiera estrenado un nuevo modo de mirar, aparecen ante sus ojos un pequeño garbancito a su izquierda, que podría usar para un pie, y otra regleta algo lejana y decididamente escasa, que quizás sirviera para situar su mano derecha la fracción de segundo necesaria para que su izquierda alcance la laja. Está realmente sorprendido de su descubrimiento. Lo que acaba de encontrar siempre había estado ahí, y sin embargo, nunca lo había visto.

En cuestión de segundos decide la secuencia y Daniel pasa a la acción. Cierra los dedos de su mano izquierda como una tenaza sobre la primera regleta. Donde antes apoyaba el pie izquierdo sitúa ahora el derecho. Usa el resalte vertical para equilibrar el siguiente movimiento, que consiste en apoyar la punta de su pie izquierdo en el garbancito. Descubre que aunque en un precario equilibrio, su cuerpo sigue anclado a la pared y sin perder tiempo suelta su mano derecha de la presa lateral y agarra la minúscula regleta recién descubierta. Arquea los dedos con toda su alma. Duele. Duele mucho. Sólo necesita aguantar una fracción de segundo hasta que su mano izquierda alcance por fin la laja pero no confía del todo en que pueda resistir. Aún así se arriesga. Suelta su mano izquierda y, atónito, descubre que no está cayendo, que permanece amarrado a la roca, y que su mano, en un gesto instintivo mucho más veloz que su pensamiento, ha alcanzado ya su objetivo.

De sorpresa, de satisfacción, de rabia contenida; de celebración, de inmenso alivio, de infinito agradecimiento está lleno el grito que escapa impetuoso de su garganta. Grita también Adela. De luminosa felicidad.

Recuperadas en parte la respiración y la compostura, continúan la escalada. El resto de la vía les lleva unas cinco horas, aunque a ellos les parezcan la mitad. De puro disfrute. Daniel escala concentrado en la pared y en sus nuevas sensaciones. Y se siente muy ligero. Y a veces silba. Y a ratos canta, como antes del accidente. Y entre medias piensa, y sonríe, y se cuestiona cuánto tiene de limitación una lesión que le ha llevado a comprender otro modo de escalar. Y se pregunta cuánto pueden enseñarse mutuamente cada uno de los dos escaladores con quienes él se identifica desde hoy. Y vuelve a sonreír. Y vuelve a sonreír.

(Sigue en: el escalador asimétrico IV)

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