El escalador asimétrico IV

domingo, 27 de diciembre de 2009

(Viene de: el escalador asimétrico III)

El camino de vuelta transcurre en la más absoluta armonía. Las sombras se alargan en el valle al tiempo que las cumbres comienzan a teñirse de naranja. Un cansancio pesado y dulce los colma, y su conversación es hoy un intercambio de silencios que no hace falta interpretar, porque desde sus andares hasta su respiración rebosan una placidez incuestionable.

Mark lo percibe de un vistazo nada más verlos salir de la penumbra del bosque. Y antes de que lleguen al lugar donde él y Pedro esperan sentados, se levanta y con una sonrisa de cuerpo entero les tiende la mano. Por la hora a la que vuelven y por la serena felicidad que impregna cada uno de sus gestos, sabe con certeza que lo han conseguido, pero quiere disfrutar aún más el momento escuchándolo de sus bocas.

–¿Qué tal os ha ido?

–Lo hemos logrado, Mark. Ha sido increíble. Me siento mejor que nunca. Hemos hecho la vía, he superado el paso clave del primer largo, he sentido nuevas sensaciones escalando y he descubierto que hay otro escalador en mí que no conocía –bombardea Daniel a un ritmo difícil de seguir.

Mark sabe perfectamente de qué está hablando Daniel pero aún así bromea y tras un fugaz guiño a Adela responde:

–¡Vaya! ¡Hemos pasado de escalador manco a escalador esquizofrénico! ¿Hay algún psicólogo por aquí? –tres carcajadas se unen a la suya, que sin duda supondrá una nueva arruga en su rostro.

–Hablo de otro escalador porque mi lesión me obliga a experimentar nuevas formas de pensar, de resolver y de actuar en la pared. Y aunque ese otro escalador no exista, mirar con su mirada me hace descubrir cosas que nunca había visto. Y también he aprendido que, por mucho que un problema se plantee siempre igual, es del todo ilógico tratar de resolverlo con la receta de siempre si tú no eres el mismo. Así que nada de esquizofrénico, no, tan solo un poco asimétrico –apuntilla Daniel verborreico y triunfante, urgido por la necesidad de explicar, de compartir todo lo que ha aprendido hoy.

En un gesto casi imperceptible, la cabeza de Mark no ha cesado de moverse de arriba a abajo mientras escuchaba a su joven amigo. Y aunque sean las de Daniel explicaciones que él ya hace tiempo que no necesita, en su cara luce primeriza una sonrisa nueva y perenne. Porque a veces, en compañía de ciertas personas, nadie sabe quién enseña a quién, pero todos sienten que han aprendido, que esa noche son un poquito más sabios. Con un sigilo y parsimonia infrecuentes en sus modos, Mark se lleva las manos a la nuca y se desprende de su mítico collar de colmillo de oso, el amuleto que acostumbra a acariciar cuando en los días de temporal, frente a sus más cercanos amigos y unos chupitos de orujo casero, relata con el entusiasmo de un niño sus innumerables aventuras: Yosemite, Black Canyon, Indian Creek,... ¡A cuántos lugares no los habrán transportado sus palabras mientras jugueteaba con el enorme diente entre sus dedos! Con los ojos enfocando al infinito, lo observa por unos segundos en la palma de su mano, como si toda una vida estuviera pasando ante ellos, y clavando su mirada en los de Daniel extiende el brazo hacia su amigo.

Éste, atónito, ni parpadea. No sabe qué decir, ni cómo reaccionar. Se siente abrumado. El regalo es a todas luces excesivo y permanece inmóvil por el efecto paralizante de tan inesperada sorpresa. Nadie que no conozca bien a Mark puede comprender el valor sentimental y el inmenso poder evocador de ese colgante. Nadie que no se haya embriagado de orgullo por un hijo podría tampoco interpretar en toda su magnitud el mágico brillo que en este instante ilumina sus ojos humedecidos.

Ante su granítica inacción, Mark se aproxima a Daniel y mientras le coloca con delicadeza el collar, se acerca a su oído y con fingida inocencia y una entonación manifiestamente teatral le pregunta: ¿Tú crees que todo esto que me has contado valdrá lo mismo para el mundo horizontal? Y acto seguido se funde en un largo e intenso abrazo con él.

Adela los observa emocionada. Mark lleva su eterna camiseta de tiras, la de las jornadas de escalada y buen tiempo. La cabeza de Daniel descansa sobre el hombro desnudo del gran hombre. Un hombro musculado, fibroso y de piel cobriza y lisa, excepto en una zona que parece más oscura, y de textura levemente irregular. Adela acaba de descubrir que esa mancha que rodea casi por completo el hombro de Mark debe de ser una vieja cicatriz que el tiempo y el sol han conseguido borrar casi por completo. No ha abierto la boca, pero en su mirada habita la curiosidad y un interrogante. Mark, que la ha estado observando, la mira entonces fijamente, como un animal que protege su territorio, y sus ojos se vuelven pequeños y de un azul intemporal y cómplice.

Llega el momento de la despedida que, aunque no es más que un hasta luego, pesa como un adiós perpetuo por lo intenso de lo que allí han vivido. Adela decide coger de la mano a Daniel, ya que no aprecia intención alguna de movimiento en su cuerpo. Éste la sigue, tropezando una y otra vez, porque camina de espaldas, como acostumbra a hacer cuando abandona los lugares que por la razón que sea merecen ser retenidos en la memoria.

Mark ríe ante la estrámbotica escena, y cuando se han alejado lo suficiente mira a Pedro y le dedica una sonrisa de triunfo y un gesto pícaro.

–¡Oye Daniel! –grita Pedro entonces–. Mark y yo vamos a intentar la vía el sábado. ¿Que te parece si quedamos mañana en el bar y me explicas con más detalle cómo va el paso del primer largo?

Daniel se detiene súbitamente y siente como si le hubieran robado el suelo bajo sus pies. Una mezcla de confusión, desasosiego e ingravidez lo invade. Aunque la respuesta es sencilla y evidente, en su mente se ha desatado una repentina tormenta de recuerdos, palabras y sentimientos imposibles de ordenar, y completamente desconcertado, escucha cómo surgen ya de su garganta, balbuceantes y trémulas, cuatro palabras que han escapado al control y al filtro de su cerebro:

–Mark. Cabrón. Te quiero.


Juan Luis Blanco
Octubre 2009

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