La tierra de Malena

domingo, 27 de diciembre de 2009



Malena, la lombriz, avanzaba masticando la tierra. Nunca encontró la manera de averiguar qué le depararía el siguiente bocado. A veces, cansada, completaba un círculo para volver atrás, y ver, por vez primera, los lugares por donde había pasado.

Juan Luis Blanco
27/10/2009

El escalador asimétrico IV


(Viene de: el escalador asimétrico III)

El camino de vuelta transcurre en la más absoluta armonía. Las sombras se alargan en el valle al tiempo que las cumbres comienzan a teñirse de naranja. Un cansancio pesado y dulce los colma, y su conversación es hoy un intercambio de silencios que no hace falta interpretar, porque desde sus andares hasta su respiración rebosan una placidez incuestionable.

Mark lo percibe de un vistazo nada más verlos salir de la penumbra del bosque. Y antes de que lleguen al lugar donde él y Pedro esperan sentados, se levanta y con una sonrisa de cuerpo entero les tiende la mano. Por la hora a la que vuelven y por la serena felicidad que impregna cada uno de sus gestos, sabe con certeza que lo han conseguido, pero quiere disfrutar aún más el momento escuchándolo de sus bocas.

–¿Qué tal os ha ido?

–Lo hemos logrado, Mark. Ha sido increíble. Me siento mejor que nunca. Hemos hecho la vía, he superado el paso clave del primer largo, he sentido nuevas sensaciones escalando y he descubierto que hay otro escalador en mí que no conocía –bombardea Daniel a un ritmo difícil de seguir.

Mark sabe perfectamente de qué está hablando Daniel pero aún así bromea y tras un fugaz guiño a Adela responde:

–¡Vaya! ¡Hemos pasado de escalador manco a escalador esquizofrénico! ¿Hay algún psicólogo por aquí? –tres carcajadas se unen a la suya, que sin duda supondrá una nueva arruga en su rostro.

–Hablo de otro escalador porque mi lesión me obliga a experimentar nuevas formas de pensar, de resolver y de actuar en la pared. Y aunque ese otro escalador no exista, mirar con su mirada me hace descubrir cosas que nunca había visto. Y también he aprendido que, por mucho que un problema se plantee siempre igual, es del todo ilógico tratar de resolverlo con la receta de siempre si tú no eres el mismo. Así que nada de esquizofrénico, no, tan solo un poco asimétrico –apuntilla Daniel verborreico y triunfante, urgido por la necesidad de explicar, de compartir todo lo que ha aprendido hoy.

En un gesto casi imperceptible, la cabeza de Mark no ha cesado de moverse de arriba a abajo mientras escuchaba a su joven amigo. Y aunque sean las de Daniel explicaciones que él ya hace tiempo que no necesita, en su cara luce primeriza una sonrisa nueva y perenne. Porque a veces, en compañía de ciertas personas, nadie sabe quién enseña a quién, pero todos sienten que han aprendido, que esa noche son un poquito más sabios. Con un sigilo y parsimonia infrecuentes en sus modos, Mark se lleva las manos a la nuca y se desprende de su mítico collar de colmillo de oso, el amuleto que acostumbra a acariciar cuando en los días de temporal, frente a sus más cercanos amigos y unos chupitos de orujo casero, relata con el entusiasmo de un niño sus innumerables aventuras: Yosemite, Black Canyon, Indian Creek,... ¡A cuántos lugares no los habrán transportado sus palabras mientras jugueteaba con el enorme diente entre sus dedos! Con los ojos enfocando al infinito, lo observa por unos segundos en la palma de su mano, como si toda una vida estuviera pasando ante ellos, y clavando su mirada en los de Daniel extiende el brazo hacia su amigo.

Éste, atónito, ni parpadea. No sabe qué decir, ni cómo reaccionar. Se siente abrumado. El regalo es a todas luces excesivo y permanece inmóvil por el efecto paralizante de tan inesperada sorpresa. Nadie que no conozca bien a Mark puede comprender el valor sentimental y el inmenso poder evocador de ese colgante. Nadie que no se haya embriagado de orgullo por un hijo podría tampoco interpretar en toda su magnitud el mágico brillo que en este instante ilumina sus ojos humedecidos.

Ante su granítica inacción, Mark se aproxima a Daniel y mientras le coloca con delicadeza el collar, se acerca a su oído y con fingida inocencia y una entonación manifiestamente teatral le pregunta: ¿Tú crees que todo esto que me has contado valdrá lo mismo para el mundo horizontal? Y acto seguido se funde en un largo e intenso abrazo con él.

Adela los observa emocionada. Mark lleva su eterna camiseta de tiras, la de las jornadas de escalada y buen tiempo. La cabeza de Daniel descansa sobre el hombro desnudo del gran hombre. Un hombro musculado, fibroso y de piel cobriza y lisa, excepto en una zona que parece más oscura, y de textura levemente irregular. Adela acaba de descubrir que esa mancha que rodea casi por completo el hombro de Mark debe de ser una vieja cicatriz que el tiempo y el sol han conseguido borrar casi por completo. No ha abierto la boca, pero en su mirada habita la curiosidad y un interrogante. Mark, que la ha estado observando, la mira entonces fijamente, como un animal que protege su territorio, y sus ojos se vuelven pequeños y de un azul intemporal y cómplice.

Llega el momento de la despedida que, aunque no es más que un hasta luego, pesa como un adiós perpetuo por lo intenso de lo que allí han vivido. Adela decide coger de la mano a Daniel, ya que no aprecia intención alguna de movimiento en su cuerpo. Éste la sigue, tropezando una y otra vez, porque camina de espaldas, como acostumbra a hacer cuando abandona los lugares que por la razón que sea merecen ser retenidos en la memoria.

Mark ríe ante la estrámbotica escena, y cuando se han alejado lo suficiente mira a Pedro y le dedica una sonrisa de triunfo y un gesto pícaro.

–¡Oye Daniel! –grita Pedro entonces–. Mark y yo vamos a intentar la vía el sábado. ¿Que te parece si quedamos mañana en el bar y me explicas con más detalle cómo va el paso del primer largo?

Daniel se detiene súbitamente y siente como si le hubieran robado el suelo bajo sus pies. Una mezcla de confusión, desasosiego e ingravidez lo invade. Aunque la respuesta es sencilla y evidente, en su mente se ha desatado una repentina tormenta de recuerdos, palabras y sentimientos imposibles de ordenar, y completamente desconcertado, escucha cómo surgen ya de su garganta, balbuceantes y trémulas, cuatro palabras que han escapado al control y al filtro de su cerebro:

–Mark. Cabrón. Te quiero.


Juan Luis Blanco
Octubre 2009

El escalador asimétrico III


(Viene de: el escalador asimétrico II)

A pesar de que su estado de ánimo no puede ser mejor, el eco lánguido de un tango gira y se repite mil veces en la cabeza de Daniel al ritmo de sus pasos. Las bandas sonoras de nuestras vidas son todo menos coherentes y parece que ni siquiera uno mismo las pudiera elegir –piensa. Han pasado casi dos meses desde la última vez que Daniel y Adela recorrieran ese mismo camino. El sol se adivina detrás de las montañas, y aunque todavía no ha iniciado su particular baile con las sombras del valle, promete un luminoso día para llevar a cabo el nuevo intento, el segundo ataque a la vía que desde aquel fatídico día ha poblado por igual sus pesadillas y sus sueños.

Las consecuencias de aquella tentativa fallida fueron desastrosas: otras seis semanas de reposo y muchas horas dedicadas a las heridas interiores, las que no se ven, ni sangran, ni producen moratones y que por ello resultan más difíciles de sanar como deben. Pero si algo había aprendido Daniel desde pequeño era a buscar el lado positivo que siempre nos muestran nuestras desgracias si lo sabemos buscar. Y puede sonar a frase hecha para la ocasión, a palmadita hueca en la espalda, pero es verdad –se reafirma Daniel. En ese infierno, él ha conocido a la mejor Adela, hasta el punto de que no sabe cuanto más hubiera tardado en recuperarse de no ser por la constante presencia de un ser tan encantador y positivo a su lado. Resulta imposible ser mero espectador de su optimismo. Uno se contagia sin remedio, por vía oral, cutánea, aérea o porque sí. Y Daniel sonríe al mundo, que es lo menos que uno puede hacer cuando es objeto de una suerte que hoy le parece infinita.

Tras el tercer puente sobre el arroyo el camino se bifurca. Por la vereda que sale a la izquierda se llega a la casita de Mark. El mensaje de humo de su chimenea les habla de aromas de café recién hecho sobre el fuego de leña. Mientras evoca el delicioso café de Mark, Daniel no puede evitar recordar sus palabras en aquel fatídico día. Tampoco un sentimiento de vergüenza por su propia reacción. Mark no es alguien a quien le guste fanfarronear ni mucho menos menospreciar a sus amigos –reflexiona Daniel mientras decide que le gustaría tener una conversación con él.

De repente, un silbido y sus cien ecos lo sacan de su ensimismamiento. La puerta de la casita de Mark está abierta y subido al tocón donde corta la leña “el abuelo” levanta y agita los brazos como si estuviera en lo alto de un podium. Es la peculiar manera de Mark de desearles suerte. Adela ríe a carcajadas y se sorprende a sí misma con un grito de alegría que le ha salido de no sabe bien dónde. Daniel ríe también, y mientras salta repetidamente levanta los brazos imitándolo. A pesar de la distancia, Mark alcanza a distinguir que el brazo izquierdo de Daniel no se levanta lo mismo que su brazo derecho y por un instante su rostro se ensombrece. Pero se sobrepone enseguida: – Aquí huele a buen café y a triunfo –se dice en voz alta como para convencerse mientras se agacha para atravesar la puerta que da a su pequeña cocina.

–¡Este hombre es único! –exclama Adela.

–¡Único y grande! –añade Daniel jugando con las palabras como en sus mejores tiempos.

Contagiados por la vitalidad matutina del “abuelo”, la dura pendiente de aproximación les parece hoy una suave rampa que prácticamente no han advertido, y en poco más de una hora alcanzan la base de la pared. Cuerda, arneses, cintas, mosquetones, cordinos, cascos, pies de gato... todo sale de la mochila en el mismo orden de siempre, y como para invocar a la suerte, pero principalmente para no dejar espacio a la fatalidad, todo se dispone y se ordena según la misma reincidente rutina. Pero a diferencia de la anterior ocasión, sus rostros tienen una expresión más grave, como si los fantasmas que desde hace unos minutos acompañan a Daniel hubieran adquirido súbitamente presencia y peso ante ellos.

Sintiendo la urgencia de saldar una deuda pendiente, Daniel decide comenzar sin dilatar demasiado los minutos previos. Están allí, es el momento, no hay marcha atrás. Se gira para decir algo a Adela pero sus labios lo encuentran antes. Sonríen nerviosos, como la primera vez que se besaron, y con una mirada que concentra una ternura y energía infinitas Adela le susurra: ¡Vamos!

A pocos metros del suelo la mente de Daniel se ha vaciado de todo lo que no sea su cuerpo, la pared y la fuerza de la gravedad. No existe nada más aparte de todo aquello que surja de la interacción de esos tres factores. Piensa en sus manos, en sus pies, en cómo poner, quitar o repartir su peso entre ellos, detecta y valora cada forma o hueco de la roca, anticipa los movimientos que habrá de combinar más arriba y, a medida que se aproxima al paso clave, trata de imaginar cómo se las apañó Pedro para resolver el problema.

Ahí está de nuevo. La laja parece hoy más inalcanzable. No puede ser, está demasiado lejos –se desanima prematuramente. Descarta completamente repetir el brusco movimiento con el que él mismo había resuelto el paso en otras ocasiones. Teme repetir el desastre de la otra vez. Mira la laja, la exigua regleta a su izquierda, el minúsculo resalte lateral a su derecha, la mínima protuberancia donde debería apoyar el pie izquierdo y su mente se bloquea mientras su cabeza se mueve de lado a lado esbozando un no que todavía no quiere creerse del todo. Y sin embargo, es consciente de que no encuentra ninguna solución. Y siente que el tiempo no pasa, más bien gira y se repite en una cantinela redundante de negaciones: no puedo, no llego, no encuentro, no puedo, no llego... El opresivo peso del desánimo se suma a la perseverante gravedad, y Daniel lucha en un esfuerzo desesperado por mantener su cuerpo en equilibrio y su mente en orden. Trata de fijar un ritmo en su respiración, de recuperar el tacto de la roca en sus pies y sus manos, y tras afirmarse en una postura menos incómoda, consigue serenarse un poco. Debe pensar.

Es imposible que Pedro superara el paso de este modo. Imposible que él llegara donde yo ahora ni sueño con alcanzar. Tiene que haber otra forma. Si él es más bajo que yo, necesito pensar como un escalador más pequeño. Necesito aprender sus recursos, sus movimientos. Olvidarme del escalador de 175 centímetros cuando entre en acción mi brazo izquierdo. Recuperarlo cuando sea el derecho quien ha de intervenir. Tan sencillo como eso: ahora soy dos escaladores –piensa con comedida ilusión y un moderado convencimiento.

Daniel comienza entonces a escudriñar la pared centímetro a centímetro. Y como si hubiera estrenado un nuevo modo de mirar, aparecen ante sus ojos un pequeño garbancito a su izquierda, que podría usar para un pie, y otra regleta algo lejana y decididamente escasa, que quizás sirviera para situar su mano derecha la fracción de segundo necesaria para que su izquierda alcance la laja. Está realmente sorprendido de su descubrimiento. Lo que acaba de encontrar siempre había estado ahí, y sin embargo, nunca lo había visto.

En cuestión de segundos decide la secuencia y Daniel pasa a la acción. Cierra los dedos de su mano izquierda como una tenaza sobre la primera regleta. Donde antes apoyaba el pie izquierdo sitúa ahora el derecho. Usa el resalte vertical para equilibrar el siguiente movimiento, que consiste en apoyar la punta de su pie izquierdo en el garbancito. Descubre que aunque en un precario equilibrio, su cuerpo sigue anclado a la pared y sin perder tiempo suelta su mano derecha de la presa lateral y agarra la minúscula regleta recién descubierta. Arquea los dedos con toda su alma. Duele. Duele mucho. Sólo necesita aguantar una fracción de segundo hasta que su mano izquierda alcance por fin la laja pero no confía del todo en que pueda resistir. Aún así se arriesga. Suelta su mano izquierda y, atónito, descubre que no está cayendo, que permanece amarrado a la roca, y que su mano, en un gesto instintivo mucho más veloz que su pensamiento, ha alcanzado ya su objetivo.

De sorpresa, de satisfacción, de rabia contenida; de celebración, de inmenso alivio, de infinito agradecimiento está lleno el grito que escapa impetuoso de su garganta. Grita también Adela. De luminosa felicidad.

Recuperadas en parte la respiración y la compostura, continúan la escalada. El resto de la vía les lleva unas cinco horas, aunque a ellos les parezcan la mitad. De puro disfrute. Daniel escala concentrado en la pared y en sus nuevas sensaciones. Y se siente muy ligero. Y a veces silba. Y a ratos canta, como antes del accidente. Y entre medias piensa, y sonríe, y se cuestiona cuánto tiene de limitación una lesión que le ha llevado a comprender otro modo de escalar. Y se pregunta cuánto pueden enseñarse mutuamente cada uno de los dos escaladores con quienes él se identifica desde hoy. Y vuelve a sonreír. Y vuelve a sonreír.

(Sigue en: el escalador asimétrico IV)

El escalador asimétrico II

martes, 22 de diciembre de 2009

(Viene de: el escalador asimétrico I)

El valle parece de repente un festival de sonidos, acentuados quizás por el mutismo en que se han sumido, como si hubieran acordado lo oportuno de un voto de silencio. Y desde luego el camino de regreso tiene algo de penitencia: incomoda el fresco susurro de la brisa en el hayedo, escuece el delicado crujir de las hojas sobre el camino, molestan los torrentes y sus variados borbotones, incordian los eufóricos cantos de los pájaros, exasperan los gritos de ánimo de otros escaladores a la entrada del valle y los juegos del eco que ya no hacen ninguna gracia. Duele todo aquello que está del otro lado de la piel.

De caminar con la mirada en el suelo casi no se han dado cuenta de que están ya saliendo del valle, y al girar detrás de un gran bloque les sorprende la presencia de un grupo de escaladores en la pared que se abre a su derecha.

Hola amigos, ¿cómo fue? –los saluda con su inconfundible castellano anglo-mexicano y una amplia sonrisa “el abuelo” Mark. Todos lo llaman “el abuelo” porque es el escalador más veterano de los que frecuentan el lugar, el que mejor conoce la zona y todas sus vías. Un día llegó y se instaló en una casita cerca de las paredes y hay quien dice que ha escalado todos los riscos de este valle. Afable, risueño, sereno, Mark se siente a gusto entre gente más joven que él, seguramente porque no debe de ser fácil encontrar gente que, a su edad, disfrute de un excedente de vitalidad tan extraordinario. Cuando escala, no cesa de animar a sus compañeros de cordada y tiene fama de conocer más de un millar de piropos en otras tantas lenguas que suele reservar para levantar el ánimo de quienquiera que sea la joven que se anime a escalar con él. Es una persona grande, entrañable, de ojos claros que brillan en destellos azules sobre su tez morena y sólida surcada por infinidad de fisuras y grietas. –Estas arrugas son las huellas de todas las risas que fueron de verdad –suele decir en ocasiones con voz profunda y mirada reflexiva... que irremediablemente va seguida de una sonora y contagiosa carcajada.

Pero la sonrisa que hoy boceta su rostro es de otro tipo. Y Daniel la agradece, porque en la cara de Mark la alegría es siempre una expresión desmesurada, y un gesto tan resumido no puede ser sino inequívoco signo de preocupación.

–¿Hubo algún problema? –pregunta Mark, consciente de que vuelven demasiado temprano.

–Sí, el paso clave del primer largo. Mi hombro no da –telegrafía Daniel con voz abatida y una ausencia sospechosa de expresión en su rostro.

–¡Ah! Lo recuerdo. Hace dos semanas la hicimos Pedro y yo. Es un paso delicado, sí –comenta Mark mientras baja la vista y se rasca una oreja con sus enormes dedos.

–¡Adiós! –se despide Daniel con una energía que parece provenir de lo más oscuro de su alma. Y comienza a caminar con airada determinación, dejando a Adela varios metros por detrás. Al igual que el torrente de pensamientos que le está siendo imposible ordenar, cada paso que da es más rápido y menos preciso y tropieza violentamente contra un pedrusco. Mucho mayor que la suma de todos sus dolores es ahora la presión con la que el nudo de su estómago se está tensando, la incontenible hemorragia de su orgullo herido: Pedro no mide más de un metro y sesenta centímetros.

Adela y Mark se miran por un instante. Él sonríe y le guiña un ojo, pero a diferencia de otras ocasiones esta vez su mirada es triste. No es el donjuán zalamero de los días felices, es el Mark que hace suya la tristeza de sus amigos. Y Adela le sonríe también, con su mejor sonrisa “gracias-saldremos-de-ésta”.

(Sigue en: el escalador asimétrico III)

El escalador asimétrico I

viernes, 20 de noviembre de 2009

Un paso tras otro Daniel va amontonando pensamientos, repitiéndolos como un rosario. Las piernas acusan la fuerte pendiente mientras el sol va licuando los últimos rastros de escarcha de los prados. Sabe con certeza que el esfuerzo merecerá la pena, que precisamente gracias a esa dura caminata gozará del privilegio que supone compartir un muro vertical de 350 metros únicamente con su amiga y compañera habitual de cordada.

El camino es sinuoso y exige concentración: esquivar la roca, recordar el nudo de encordamiento, no tropezar con el tronco caído, repasar el ritual de seguridad, calcular el salto para evitar el torrente, volver a interiorizar los trucos para superar el miedo, vigilar el precipicio que se derrama a su izquierda, enfrentarse cara a cara con su lesión de hombro... Aaaaah! su pierna derecha acaba de invadir un gran orificio en la tierra. Quizás una familia de topos haya visto en ese momento desaparecer su desayuno bajo una gran garra acorazada con piel sintética y goma –piensa Daniel mientras se da cuenta de que no ha sido más que un susto.

La avalancha de pensamientos cesa y aprovecha el parón para observar la pared a la que se dirigen. Ocho meses después del accidente se enfrenta de nuevo a un desafío vertical, a un sinfín de problemas que se suceden uno encima de otro a lo largo de una inmensa pared de caliza. Nadie más que él sabe lo duro que han sido esos meses sin elevar la mirada a nada que no fuera un semáforo o una ardilla del parque.

En pocos minutos alcanzan la base de la pared y comienza el casi olvidado ceremonial preparatorio. Y a pesar del tiempo transcurrido, el orden y el reparto de las tareas se desarrolla como una antigua rutina recuperada. Tras colocarse ambos el arnés, Adela se encarga de desenrollar y ordenar la cuerda. Mientras, Daniel se deleita con el alegre tintineo de las cintas express al disponerlas en su portamaterial. ¡Cuánto tiempo sin escuchar esa música! Daniel ya ha empezado a disfrutar antes de comenzar siquiera la escalada. Y a Adela se le han llenado los ojos con los hoyuelos que desde hace un rato enmarcan la sonrisa de su compañero.

Entonces llega el ansiado momento.

La vía es conocida para ellos y saben que la máxima dificultad se encuentra en el primer largo, a tan sólo 20 metros del suelo. Daniel dedica una mirada cómplice a su compañera, vuelve a mirar hacia arriba mientras se embadurna las manos de magnesio y, sin girarse, dice: ¡Voy!

La felicidad lo empuja en los primeros metros y el reencuentro con sensaciones casi olvidadas lo embarga. Aunque se siente un poco torpe sube a un ritmo constante, disfrutando cada paso, midiendo cada decisión, sopesando las soluciones al problema que supone cada nueva postura. Adela lo sigue atenta con una mirada que es a la vez empuje y esperanza.

–Al fin y al cabo no lo he olvidado todo –se anima Daniel emocionado.

Sus movimientos van recuperando la frescura y la seguridad de antaño. Daniel siempre había sido un escalador elegante: ni un movimiento de más, ni un gesto excesivo, ninguna pirueta innecesaria.
La total ausencia de espectacularidad y la abrumadora armonía de sus movimientos eran su sello. Se crecía ante las dificultades, mostrando siempre un temple envidiable cuando se trataba de resolver situaciones críticas. Y sabía que en pocos minutos iba a tener que enfrentarse a una de ellas.

Después de varios movimientos relativamente sencillos, y mientras pasa la cuerda por el último seguro, Daniel acaba de ver el problema a escasos dos metros por encima de su cabeza: una gran laja que deberá alcanzar con la mano izquierda precedida de nada reseñable que asir un metro y medio por debajo. Y se concentra hasta en el más mínimo detalle de la pared: una miserable regleta, donde a duras penas consigue apoyar la primera falange de tres dedos de su mano izquierda; algo más arriba y a su derecha, un ínfimo resalte vertical, que le servirá como precaria presa lateral para su mano derecha; una mínima protuberancia, que tendrá que servirle para apoyar su pie izquierdo y empujar todo el peso de su cuerpo, mientras el pie derecho trata de adherirse a la nada y su brazo izquierdo se estira hacia la laja salvadora.

A pesar de su dificultad el gesto es familiar para Daniel y lo ejecuta con decisión. Pero su mano queda a casi 20 centímetros de su destino. Algo sorprendido recupera su postura y prepara el nuevo intento lo antes posible, pues entretenerse en ese paso supone perder la fuerza que luego va a necesitar más arriba. Lanza su mano, ahora con toda la energía que ocho meses de resignación y reposo forzado le han aportado. Esta vez casi alcanza el objetivo pero su brazo parece tener un tope y vuelve a fracasar en el intento. Presa del nerviosismo su pie izquierdo resbala y obliga a sus manos a un esfuerzo sobrehumano por no caer. El canto afilado de la regleta esta clavándosele en las yemas de los dedos de su mano izquierda pero él se niega a soltarla. Mientras, vuelve a colocar su pie izquierdo en el lugar en que estaba, pero nota un terrible cansancio en el antebrazo derecho que le hace temer que su mano se abra y pierda la estabilidad. Un temblor recorre su pierna izquierda, que es el punto que fundamentalmente lo sostiene en su posición, y el temple de Daniel se empieza a descomponer. Y no queda nada de la elegancia de hace unos minutos. Y comienza a sentir la humedad. Primero en la frente como sudor frío. Y enseguida en las yemas de los dedos. Minúsculas gotitas que van aflorando en su piel primero, humedeciendo la roca después y formando una resbaladiza masilla de sudor, magnesio y tierra finalmente. El asunto está muy feo –piensa. No puede soltar ninguna de las manos para darse magnesio. Tampoco puede perder más tiempo. El riesgo se multiplica a cada segundo. Trata de asegurar el apoyo del pie izquierdo. Recoloca su mano derecha. Aprieta los dedos de su mano izquierda sobre la regleta, aguanta el dolor como puede, cierra los ojos, apoya todo su peso en el pie izquierdo, grita mientras eleva su cuerpo, estira su brazo izquierdo con más rabia que fuerza, y entonces, en lugar del reconfortante tacto de la amplia laja sobre la palma de la mano, lo que siente es un horrible latigazo en el interior de su hombro y una inesperada aunque conocida sensación de ingravidez.


Y Daniel cae.

Adela lo mira paralizada. Sus ojos son la tristeza, son el infierno, son la rabia y el deseo infinito de eliminar la gravedad por un segundo. Y, como tantas otras veces, la impotencia se ha vuelto líquida y los está ya inundando, desbordando, bañando sus pálidas mejillas.

Daniel permanece inmóvil, colgado de la cuerda que lo ata a una vida que en este momento ni siquiera le importa. A pesar del agudo dolor en su hombro no profiere la más mínima queja. Guarda un silencio oscuro y estremecedor, porque sabe que ni el más desgarrador de los gritos lo ayudaría a aliviar ese otro dolor que ahora mismo lo atenaza y lo comprime. Sus ojos son el vacío y la desolación absoluta, y, como le solían decir a veces de niño: las lágrimas le están cayendo para adentro.

Tras un minuto en el que Daniel ni se mueve ni emite sonido alguno Adela decide descolgarlo hasta el suelo, y al ir a preguntarle si se ha hecho daño, comprende que la respuesta está ya en su cara y que no hay palabra que él pueda pronunciar que supere en elocuencia a su mirada perdida. Callados, recogen la cuerda y el material, y descienden por donde habían venido.

(Sigue en: el escalador asimétrico II)

Isla de pan

martes, 17 de noviembre de 2009



Érase un mar inmenso y una isla de pan. Y una vaca náufraga que alcanzó nadando su orilla. Ansiosa empezó a comer. La vaca, insaciable, engordó y la isla desapareció.

–Muuuu, glu, glu, mu –fueron sus últimas palabras.

Juan Luis Blanco
2006/11/2

Los dos relojes

viernes, 13 de noviembre de 2009




Mi respiración va poco a poco volviendo a su ritmo habitual. El salón, desenfocado por las lágrimas, también parece recuperar la nitidez de siempre, y los números geométricos y luminosos del aparato de video son lo primero que capta mi atención: son las 11:55. Mi vista se dirige entonces al receptor de la televisión por cable, escasos centímetros más abajo, que sin titubear marca las 11:56. ¡Qué difícil resulta siempre acotar el presente!

Me pregunto entonces si habrá algún momento en que ambos relojes marquen la misma hora. Y un poco por curiosidad pero sobre todo por la necesidad de encontrar alguna rendija para la coherencia, alguna fisura para la armonía en este caos emocional que me aprisiona, decido esperar a que alguno de los dos cambie para comprobarlo. La espera que en principio había de ser breve, se dilata, como todas, en lo que parece bastante más de un minuto. Y entonces... ¡uno de los dos cambia! En una mínima fracción de segundo dirijo la vista a la otra pantallita y, ¡por Dios! ¡acaba de cambiar también! ¡No me lo puedo creer! ¿Cuanto tiempo habrán permanecido llamando al presente con el mismo nombre? ¿Dos décimas de segundo? ¿Tres quizás?

Una extraña desesperanza me sobrecoge y me acuerdo de Ariadna. De los momentos mágicos en que nuestros presentes coincidían y nuestros relojes latían al unísono. En esos instantes uno hubiera perdonado cualquier desacuerdo, cualquier diferencia pasada o futura. En esos momentos, yo, ateo irrecuperable, llamaba a Dios y lo invitaba a bajar junto a nosotros, convencido de que ni siquiera un ser omnipotente hubiera podido imaginar un paraíso mejor.

Entonces el tiempo, el que todo lo cura, el que todo lo impregna, con ese carácter suyo unas veces tan dulce y otras tan amargo, pero siempre inexorable, nos colocaba a cada uno en nuestro presente particular. Plagado de vértigo, ahogo y angustia en uno; repleto de anhelos, esperas e impaciencia en el otro. Y, nuevamente, acabábamos confinados en dos presentes distintos en mutua y permanente persecución, agotados, desesperanzados por la escasez y la brevedad de las coincidencias.

Como un absurdo letrero de neón en un bosque otoñal de castaños se ilumina ahora en mi mente esa frase tantas veces escuchada en el cine: ”Sincronicemos nuestros relojes”. Dejo de ver números y pensar pasados para imaginarme camarada de un grupo de ladrones de banco a punto de dar el golpe. Y, justo antes de que la fantasía termine de difuminar los contornos de la realidad y me anestesie, me descubro reflejado en el televisor con la más melancólica de mis sonrisas.

Juan Luis Blanco
01/09/2009

¡No quiero comulgar!

jueves, 12 de noviembre de 2009




Siempre me ha llamado la atención la expresión: "no comulgar con..." que invariablemente va seguida de una referencia a las ideas o convicciones de alguien, independientemente de que tengan que ver con la religión o no. Y viene ahora la Iglesia y a través de su portavoz en la Conferencia Episcopal nos avisa de que no podremos comulgar si no comulgamos con sus ideas, esto es, si somos favorables, permisivos o simplemente no nos ponemos claramente en contra de la actual ley sobre el aborto. ¡Pues vale!

Este es la noticia en el blog de RNE:


Dice la Conferencia Episcopal a través de su portavoz, Juan Antonio Martínez Camino, que los políticos que respalden el aborto no podrán comulgar, porque defenderlo con campañas o votos implica una "situación objetiva de pecado público". No es una pena de excomunión, ya que los "sancionados" podrán volver a comulgar cuando acabe su "situación objetiva de pecado". Los políticos, católicos incluidos, han reaccionado con disgusto en tanto consideran que la Iglesia no debe inmiscuirse en cuestiones políticas.

Es el viejo debate sobre los límites de la implicación de lo religioso en lo social. ¿Ha hecho la Iglesia lo que debe? ¿O hace lo que puede para mantener su posición? ¿Debe dar instrucciones o advertir a los católicos? ¿Debe dejar que la sociedad civil se gestione sin sus públicas consideraciones?

En días como hoy, abrimos ya el debate


Y como hoy no me he podido callar, aquí va mi comentario en el mismo blog:


Mire señor Martínez, a mi no poder comulgar no me importa demasiado. Y como castigo, me parece un castigo menor habida cuenta de lo que está en juego.
Yo propondría directamente la excomunión. De ese modo, aquellos que estamos tratando de hacer apostasía tendríamos un modo más ágil y sencillo de conseguir salir de ese club al que representa. Que por mucho que estemos a favor del aborto en ciertos supuestos, del libre disfrute de nuestra sexualidad y de las teorías Darwinistas de la evolución, nos quieren mejor dentro, y no nos ponen más que problemas para salir.

Un saludo.

Pues eso, que no comulgo ni quiero comulgar.

El cargador de ladrillos

miércoles, 11 de noviembre de 2009
Este video me llegó al inicio de esta ya larga crisis, cuando los bancos mostraron su verdadera cara de amenaza para el sistema que ellos mismos se crearon a su medida. En fin. Ahí quedó mi comentario y mi mala leche.



El cargador de ladrillos me ha impresionado: he ahí un hombre que hace bien su trabajo, que ha alcanzado un nivel de eficiencia que roza lo increíble, que seguro ha superado con creces lo que se esperaba de él. Un gran ejemplo para todos. Un video muy recomendable para políticos y banqueros, para quienes el ladrillo no es ese elemento que extraemos de la tierra en que vivimos para construir la casa en la que nos recogemos, sino una insignificante pieza de un sistema que únicamente tiene valor mientras haga crecer la espuma de sus beneficios. A esos hombres para quienes la eficiencia en su trabajo es algo accesorio, pues su falta de competencia será al final remediada gracias al trabajo de millones de "cargadores de ladrillos" que día a día hacen que todo funcione, a esos hombres, por llamarlos de algún modo, les dedicaría este precioso e instructivo video.

Primeras notas

martes, 10 de noviembre de 2009



Como en aquellos primeros días de otoño en que el reencuentro con los amigos y el olor de los libros nuevos nos hacían enfrentarnos al nuevo curso con una alegría inexplicable, comienzo hoy a escribir en este blog. Levanto la tapa de mi cuaderno, y tardo varios minutos en atreverme a teclear nada. Este no es como el cuaderno azul al que dibujé en la portada el logo de AC/DC, ni como aquel otro naranja donde ensayaba mis primeras caligrafías para titular "Matemáticas".

En este cuaderno escribiré sobre cosas variadas, probablemente sin orden, posiblemente de manera inconstante. Pero muy seguramente desde el corazón. Y el reto es que este cuaderno no se cierra, que cualquiera puede ver lo escrito, leerlo, comentarlo. No hay una tapa que levantar.

Es extraño. Siempre he escrito cosas en papel: sentimientos, situaciones, historias, frases sueltas. A veces por el simple hecho de ordenar pensamientos. Otras para no olvidar asuntos importantes. En no pocas ocasiones para vomitar cualquier cosa que a uno le duela dentro. Pero normalmente nadie más que yo ha tenido acceso a "mis cosas", a mis cuadernos. Y hace poco he comenzado a compartir algunos de esos textos. Porque estoy pasando por una etapa nueva. Una etapa dificil. Y he sentido la necesidad de abrirme, de compartir, de permitir a otros ver quien soy. ¿Cómo si no me podrían ayudar?

Ser original es tan sencillo como eso: dejar ver quien eres. Porque eres irrepetible, lo quieras o no. Por eso ni siquiera debería ser considerado un mérito o una virtud, menos aún un objetivo. Pero bueno, de alguna manera tienen que vendernos los perfumes, la ropa, los coches ¿no?

Y para la primera nota de mi cuaderno creo que ya es suficiente. La siguiente será más fácil: ya he emborronado la primera página. Quizás continúe con un cuento. O algo así...