Alma de río

jueves, 4 de febrero de 2010


Bajan por el río crecido ramas, troncos, árboles... Algunos arrancados de raíz. Nadie se pregunta de dónde provienen, de qué lugar han sido desterrados. Se diría, por su formidable aspecto de titán vencido, que algunos proceden de valles salvajes donde las fuerzas de la naturaleza todavía se despliegan en libertad. Otros, sin embargo, parece que añoraran alguno de esos jardines que, pegados a alguna ribera de hormigón, nacieron para disfrazar de verde los espacios inútiles de los polígonos industriales. En cualquier caso, se presiente en su lenta e inevitable deriva un dolor resignado, el resto de una antigua dignidad teñida ahora de melancolía.

Están luego las infinitas ramas de tamaño menor, y las más pequeñas, y las casi insignificantes, que tratan de combatir su desolación de partes desgajadas agrupándose, anónimas y frágiles, en pequeñas islas vegetales que conforman un mapa imposible de archipiélagos móviles.

Flotan también trozos de madera de procedencias diversas: fragmentos astillados de puertas que en su día, vete tú a saber, quizás dieron paso a alguna maravillosa amistad, o sugirieron una media vuelta con el ruido maleducado de sus cerrojos.

Un tablero que, mutiladas sus patas, extraña los días en que fuera el centro de todas las reuniones. Cuando en su espalda sentía el calor y el aroma de las comidas, y el dulce aliento del cariño vertido junto a los alimentos en los pucheros. Cuando era testigo, bajo su vientre, del amor y los juegos de piernas entrelazadas. Cuando presenció reconciliaciones imposibles y pasiones irrefrenables.

Una caja rota que quizás fuera un cajón. Que a lo mejor albergó secretos inconfesables, objetos personales que hablaban en mil idiomas de sus dueños; o simplemente respiraba, con alivio y una pizca de envidia, los perfumes frescos y exóticos de la ropa recién lavada que le traía noticias del viento y el sol.

Una maleta vieja –¿Por el excesivo uso? ¿Quizás por que nunca viajó más allá de la puerta de un trastero?– flota independiente y solitaria en un crucero que probablemente nunca imaginó.

Un plástico naranja, un bidón oxidado, pedazos de poliuretano blanco, un objeto oscuro imposible de identificar, una pelota vieja de tenis, un bote de algún fantástico producto de limpieza que, paradojas de la vida, se transfigura en suciedad impúdica al final de sus días; llenan de cicatrices la superficie del río. Son las heridas de una civilización incivilizada. No son grandes pero son muchas. Demasiadas. Y tardarán en sanar.

Todo ello flota hoy mezclado en esta corriente terrosa en la que parece que nada se hunde. Y no hay forma de saber que ocurre bajo su opaca superficie. Y seguramente sea mejor así. Es probable que en algún lugar brille el sol y haya brotado ahora mismo una flor. No lo sé. Aquí el cielo es gris oscuro y el agua, que en los días azules y lejanos fuera espejo del cielo, se mantiene hoy imperturbable en ese marrón terco y espeso. Dicen que el hombre tuvo por primera vez consciencia de sí mismo al descubrirse reflejado en las aguas de un río. Yo hoy me miro en el río, y en sus aguas turbias no consigo verme.

¿O quizás sí?

Juan Luis Blanco
8/11/2009

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