Temporal

domingo, 21 de febrero de 2010



Aquel único día de febrero hubiera bastado para saber lo que es un invierno. Y aquel temporal había hecho enmudecer hasta al más veterano de los pescadores que, hasta ayer mismo, paseaban sus huesos artríticos y sus hazañas por los diques del puerto. Y sin embargo, María decidió acercarse hasta el rompeolas, a pesar de que la naturaleza, en un despliegue descarado de sus peores modales, se empeñaba en gritarle que no.

Nadie la ayudó a recoger el amasijo de alambres y telas de flores en que se había convertido su paraguas cuando huyó de sus frías manos empujado por el vendaval. Al tercer paso de su tímida persecución se dio cuenta de que nunca lo alcanzaría, y de que, además, no merecía la pena. Ya estaba empapada y, quizás, la mano que le acababa de quedar libre podría serle más útil para sujetarse el gorro o el cuello del chubasquero.

Únicamente tres dedos quedaban visibles en el borde de aquella cortina que, en una de las ventanas de las casitas del puerto, volvió apresuradamente a cerrarse. Y tan real como el escalofrío que un golpe de viento le acababa de producir desde el espinazo hasta la nuca, era la mirada de lástima y desaprobación que intuyó tras aquella tela verde oliva. Y aún así, continuó caminando, peleando de frente contra un muro de aire y agua que por momentos se hacía impenetrable.

Hacía mucho frío y todo se estaba volviendo borroso, oscuro y grisáceo. Como si los colores hubieran decidido emigrar en busca de un clima más amable. A ratos, el viento ganaba la batalla y sus pies retrocedían patinando sobre el pavimento. El agua le caía como una cascada desde arriba, o la golpeaba desde cualquier lado según el capricho del viento, o le venía desde abajo cuando el vendaval levantaba los charcos del suelo. Pero estaba decidida. Quería llegar al rompeolas. Quería sentir el temporal y la furia del mar, y que el bramido de las olas se impusiera, ensordecedor, sobre las voces que ella no había podido acallar.

Estaba llegando. Ni un sólo ser vivo se cruzó en su camino, y, mientras divisaba las enormes estelas de espuma de las olas al chocar contra el dique, se pregunto dónde demonios estarían entonces los peces, los cangrejos, las medusas... Ya frente a frente con el mar, no tuvo tiempo de buscar una respuesta. Una brutal ráfaga de viento la arrojó al suelo envuelta en olores de salitre y barro, dejándola a escasos metros del río que bajaba bravo y muy crecido. Todavía en el suelo, un papel arrugado le golpeó la cara y quedó atrapado entre su piel húmeda y el cuello del chubasquero.

Con la cara pegada a los adoquines, frente a aquel mar enfurecido, bajo aquel temporal despiadado, María no supo encontrar urgencia mayor que satisfacer su curiosidad, y desplegó aquel papel. Era una partitura. Bach. El agua había difuminado las notas. Las líneas de los pentagramas comenzaban ya a fundirse entre sí. No iba a ser fácil interpretar aquello. Pero lo que más llamó su atención fue que estaba lleno de tachaduras. Un lápiz, guiado al parecer por una mano furiosa, había tachado la mayor parte de los pentagramas.

Otra embestida del viento y se sintió rodando por el suelo encharcado mientras veía volar hacia las nubes aquel pedazo de papel. ¿Cómo se podía emborronar aquella obra de arte? ¿Quién pudo hacer eso? ¿Por qué? Se sentía desorientada, mojada, y empezó a tener frío y verdaderas dificultades para respirar, pero... no podía quitárselo de la cabeza ¿Qué significaban aquellos enérgicos trazos? ¿Censura? ¿Desaprobación? ¿Impotencia? Y, ¿De dónde llegó ese papel en un día como aquel? ¿Tocaban el violín los atunes? ¿Era en realidad líquida la música? ¿Serían siempre de colores las notas bajo el agua?

Tres días más tarde cesó el temporal. Entre los restos que el mar había dejado en la playa se encontraron lo que quedaba de un paraguas de flores y, semienterrada en la arena, una madeja de cuerdas y astillas de madera que en su día había sido sin duda un digno violonchelo. Muy cerca yacía el cuerpo sin vida de María.


Juan Luis Blanco
17/2/2010

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