Anclas

miércoles, 7 de diciembre de 2011

En el cementerio de anclas, como en el resto de cementerios, las conversaciones tenían lugar por la noche. Con la oscuridad comenzaban a resonar los nombres de exóticos puertos, islas, bahías, cabos y atolones. Solían presumir entre ellas de haber fondeado en los lugares más extraños y remotos. Sobre todo, amplificaban hasta la exageración el orgullo de haber pertenecido a tal o cual navío, porque se sabían el cordón umbilical que los había conectado, aunque fuera de forma provisional, a una tierra que sólo ellas conocían, y que yacía ignorada bajo el manto líquido de los mares. Ahora, en dique seco, mostraban con orgullo todas las cicatrices producidas por las rocas, los arrecifes y el óxido, y recordaban con cierta arrogancia los cientos de derivas a las que un día pusieron punto final.

En ocasiones se escuchaban algunas risas —ellas tienen siempre la sonrisa a punto. Risitas de ancla con olor a herrumbre y salitre, y con un sonido metálico y cantarín que reverberaba en los diques del puerto. Como los días en que la lluvia les hacía cosquillas, o la noche en que José, con toda su buena intención y algunos litros de vino de su tierra en la cabeza, les explicó de dónde venía, por qué hubo de marchar de allí y la importancia vital de recordar siempre las propias raíces.


Juan Luis Blanco
7/12/2011

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