El escalador asimétrico I

viernes, 20 de noviembre de 2009

Un paso tras otro Daniel va amontonando pensamientos, repitiéndolos como un rosario. Las piernas acusan la fuerte pendiente mientras el sol va licuando los últimos rastros de escarcha de los prados. Sabe con certeza que el esfuerzo merecerá la pena, que precisamente gracias a esa dura caminata gozará del privilegio que supone compartir un muro vertical de 350 metros únicamente con su amiga y compañera habitual de cordada.

El camino es sinuoso y exige concentración: esquivar la roca, recordar el nudo de encordamiento, no tropezar con el tronco caído, repasar el ritual de seguridad, calcular el salto para evitar el torrente, volver a interiorizar los trucos para superar el miedo, vigilar el precipicio que se derrama a su izquierda, enfrentarse cara a cara con su lesión de hombro... Aaaaah! su pierna derecha acaba de invadir un gran orificio en la tierra. Quizás una familia de topos haya visto en ese momento desaparecer su desayuno bajo una gran garra acorazada con piel sintética y goma –piensa Daniel mientras se da cuenta de que no ha sido más que un susto.

La avalancha de pensamientos cesa y aprovecha el parón para observar la pared a la que se dirigen. Ocho meses después del accidente se enfrenta de nuevo a un desafío vertical, a un sinfín de problemas que se suceden uno encima de otro a lo largo de una inmensa pared de caliza. Nadie más que él sabe lo duro que han sido esos meses sin elevar la mirada a nada que no fuera un semáforo o una ardilla del parque.

En pocos minutos alcanzan la base de la pared y comienza el casi olvidado ceremonial preparatorio. Y a pesar del tiempo transcurrido, el orden y el reparto de las tareas se desarrolla como una antigua rutina recuperada. Tras colocarse ambos el arnés, Adela se encarga de desenrollar y ordenar la cuerda. Mientras, Daniel se deleita con el alegre tintineo de las cintas express al disponerlas en su portamaterial. ¡Cuánto tiempo sin escuchar esa música! Daniel ya ha empezado a disfrutar antes de comenzar siquiera la escalada. Y a Adela se le han llenado los ojos con los hoyuelos que desde hace un rato enmarcan la sonrisa de su compañero.

Entonces llega el ansiado momento.

La vía es conocida para ellos y saben que la máxima dificultad se encuentra en el primer largo, a tan sólo 20 metros del suelo. Daniel dedica una mirada cómplice a su compañera, vuelve a mirar hacia arriba mientras se embadurna las manos de magnesio y, sin girarse, dice: ¡Voy!

La felicidad lo empuja en los primeros metros y el reencuentro con sensaciones casi olvidadas lo embarga. Aunque se siente un poco torpe sube a un ritmo constante, disfrutando cada paso, midiendo cada decisión, sopesando las soluciones al problema que supone cada nueva postura. Adela lo sigue atenta con una mirada que es a la vez empuje y esperanza.

–Al fin y al cabo no lo he olvidado todo –se anima Daniel emocionado.

Sus movimientos van recuperando la frescura y la seguridad de antaño. Daniel siempre había sido un escalador elegante: ni un movimiento de más, ni un gesto excesivo, ninguna pirueta innecesaria.
La total ausencia de espectacularidad y la abrumadora armonía de sus movimientos eran su sello. Se crecía ante las dificultades, mostrando siempre un temple envidiable cuando se trataba de resolver situaciones críticas. Y sabía que en pocos minutos iba a tener que enfrentarse a una de ellas.

Después de varios movimientos relativamente sencillos, y mientras pasa la cuerda por el último seguro, Daniel acaba de ver el problema a escasos dos metros por encima de su cabeza: una gran laja que deberá alcanzar con la mano izquierda precedida de nada reseñable que asir un metro y medio por debajo. Y se concentra hasta en el más mínimo detalle de la pared: una miserable regleta, donde a duras penas consigue apoyar la primera falange de tres dedos de su mano izquierda; algo más arriba y a su derecha, un ínfimo resalte vertical, que le servirá como precaria presa lateral para su mano derecha; una mínima protuberancia, que tendrá que servirle para apoyar su pie izquierdo y empujar todo el peso de su cuerpo, mientras el pie derecho trata de adherirse a la nada y su brazo izquierdo se estira hacia la laja salvadora.

A pesar de su dificultad el gesto es familiar para Daniel y lo ejecuta con decisión. Pero su mano queda a casi 20 centímetros de su destino. Algo sorprendido recupera su postura y prepara el nuevo intento lo antes posible, pues entretenerse en ese paso supone perder la fuerza que luego va a necesitar más arriba. Lanza su mano, ahora con toda la energía que ocho meses de resignación y reposo forzado le han aportado. Esta vez casi alcanza el objetivo pero su brazo parece tener un tope y vuelve a fracasar en el intento. Presa del nerviosismo su pie izquierdo resbala y obliga a sus manos a un esfuerzo sobrehumano por no caer. El canto afilado de la regleta esta clavándosele en las yemas de los dedos de su mano izquierda pero él se niega a soltarla. Mientras, vuelve a colocar su pie izquierdo en el lugar en que estaba, pero nota un terrible cansancio en el antebrazo derecho que le hace temer que su mano se abra y pierda la estabilidad. Un temblor recorre su pierna izquierda, que es el punto que fundamentalmente lo sostiene en su posición, y el temple de Daniel se empieza a descomponer. Y no queda nada de la elegancia de hace unos minutos. Y comienza a sentir la humedad. Primero en la frente como sudor frío. Y enseguida en las yemas de los dedos. Minúsculas gotitas que van aflorando en su piel primero, humedeciendo la roca después y formando una resbaladiza masilla de sudor, magnesio y tierra finalmente. El asunto está muy feo –piensa. No puede soltar ninguna de las manos para darse magnesio. Tampoco puede perder más tiempo. El riesgo se multiplica a cada segundo. Trata de asegurar el apoyo del pie izquierdo. Recoloca su mano derecha. Aprieta los dedos de su mano izquierda sobre la regleta, aguanta el dolor como puede, cierra los ojos, apoya todo su peso en el pie izquierdo, grita mientras eleva su cuerpo, estira su brazo izquierdo con más rabia que fuerza, y entonces, en lugar del reconfortante tacto de la amplia laja sobre la palma de la mano, lo que siente es un horrible latigazo en el interior de su hombro y una inesperada aunque conocida sensación de ingravidez.


Y Daniel cae.

Adela lo mira paralizada. Sus ojos son la tristeza, son el infierno, son la rabia y el deseo infinito de eliminar la gravedad por un segundo. Y, como tantas otras veces, la impotencia se ha vuelto líquida y los está ya inundando, desbordando, bañando sus pálidas mejillas.

Daniel permanece inmóvil, colgado de la cuerda que lo ata a una vida que en este momento ni siquiera le importa. A pesar del agudo dolor en su hombro no profiere la más mínima queja. Guarda un silencio oscuro y estremecedor, porque sabe que ni el más desgarrador de los gritos lo ayudaría a aliviar ese otro dolor que ahora mismo lo atenaza y lo comprime. Sus ojos son el vacío y la desolación absoluta, y, como le solían decir a veces de niño: las lágrimas le están cayendo para adentro.

Tras un minuto en el que Daniel ni se mueve ni emite sonido alguno Adela decide descolgarlo hasta el suelo, y al ir a preguntarle si se ha hecho daño, comprende que la respuesta está ya en su cara y que no hay palabra que él pueda pronunciar que supere en elocuencia a su mirada perdida. Callados, recogen la cuerda y el material, y descienden por donde habían venido.

(Sigue en: el escalador asimétrico II)

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