Insomnitorio I

jueves, 9 de julio de 2015

120 pingüinos aparecen en las Bardenas Reales cerca de un autobús averiado. Se desconoce el paradero del chófer, y su edad, género, raza o procedencia. Se desconoce también su especie. Se desconoce el último punto de repostaje y quién llenó el depósito con agua salada. Se sospecha que podría haber vida en una galaxia próxima y que existe un pingüino gasolinero. Se desconoce, sin embargo, si existe estupidez fuera de este planeta. Ríen los pingüinos entre la polvareda, se ríen de los humanos, de las diéresis y porque no tienen frío. Yo no me río. Quisiera dormir, pero vigilo angustiado un par de medusas oscuras en el cielo raso y una vía de agua en el zócalo. Y hago como que sueño, otra vez.


Juan Luis Blanco
09/07/2015

Fuegos de azar

miércoles, 1 de abril de 2015

Hugo sabía que la probabilidad de que lo alcanzara un rayo era mucho mayor que la de que le tocara la primitiva. Era fácil de probar matemáticamente. Pero aunque nunca hubiera podido confirmarlo mediante ninguna fórmula, ley o teorema, estaba convencido de que cualquiera de esos dos inverosímiles sucesos eran mucho más probables que conseguir un trabajo remunerado. De modo que llevaba tiempo acudiendo cada tarde de tormenta al centro de aquella plaza, frente a la administración de doña Casilda, a probar suerte, a medir la fatalidad o la fortuna, a averiguar empíricamente si ser diana de rayo era realmente más fácil que ser ganador de la primitiva. Nadie supo decidir si este hábito respondía a una actitud suicida incipiente, o a un órdago insolente a las leyes del azar. Lo que quedó meridianamente claro desde el principio fue que nadie en su sano juicio estaba dispuesto a dar trabajo a aquel tipo. De modo que allí siguió, año tras año, tormenta tras tormenta, anotando los segundos entre los seis primeros truenos y rellenando los boletos con el valor de los intervalos entre aquellos rayos errados, empapado, tembloroso y cagándose en las putas leyes de la probabilidad.

Y así continuó, vivo y pobre durante mucho tiempo. Hasta que un rayo achicharró a doña Casilda y su vieja administración, y su maltrecho marido, a pesar de avanzar torcido, desorientado y ciego de ira por el fatal infortunio —pero más si cabe por la pésima puntería del destino— tuvo la suerte de acertarle los seis balazos en el pecho.


Juan Luis Blanco
30/03/2015

Nuevo glosario espacio-anímico

martes, 2 de diciembre de 2014

El contentómetro de bolsillo subió 25 UFFs (Unidades Finitas de Felicidad) en tan sólo un minuto. Patriaña, besastre —repitió. Siempre que Oriol inventaba palabras aquel aparatejo reflejaba un incremento significativo en su MUAC (Muestra Unitaria Aleatoria de Contento), lo que sin duda afectaría positivamente a su GRIS (Gradiente Remuestreado del Incremento de Satisfacción) de aquel horrible lunes y, muy probablemente, al PUAJ (Promedio Unificado de Alegría y Júbilo) de aquel oscuro mes de noviembre, contribuyendo a neutralizar el bajón provocado por la pérdida del pequeño cofre donde guardaba todas las palabras que había inventado desde 2014.

Su afición a inventar palabras le nació el mismo día en que la nave Phileas se posó en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, y los científicos —tan precisos ellos— alardearon del éxito del “acometaje”. Le gustó el hecho de que necesitaran pergeñar una palabra para un suceso que nunca antes había tenido lugar. Pero no le hizo tanta gracia el vocablo en sí. Quizás si un trío de piratas enanos hubiera saltado de la nave vociferando amenazas y ondeando la bandera de los fémures cruzados y la calavera, el palabro le habría resultado simpático. Entendía sin embargo que no era una cuestión ni de romanticismo ni de sonoridad, sino de precisión. Y sintió un vaporoso pudor al recordar su deseo, nunca confesado, de que aquella nave perdiera el control y quedara empotrada en el cometa, de modo que le fuera posible reutilizar la palabra “acometida” con absoluta propiedad en este —también— novedoso episodio.

Distraído por palabras sin diccionario, astros incongruentes y naves saltimbanquis, su mente no tardó en iniciar una deriva entre hiperbólica y errática —como hacía siempre que algún MUAC positivo lo sorprendía temprano—, hasta que se aferró a una pregunta que pasaba por delante de Urano: ¿Podría usarse el verbo “volar” en el espacio, donde nada pesa, nada atrae a nada hacia ningún suelo, donde incluso la misma idea de suelo es inconcebible y conceptos como posición o dirección se desvanecen? En sentido estricto parecía evidente que.... ¿Puede usarse el verbo “flotar” en el espacio, donde nada te sostiene, donde nada te empuja con una fuerza proporcional a nada, donde hundirte es imposible y emerger no tiene sentido? Aaaah! No podía parar aquel bucle, el siguiente signo de interrogación se estaba ya formando a la izquierda de Mercurio y la pregunta se materializó con un peso totalmente absurdo para su enclave: ¿Tiene algún sentido preguntarse sobre las palabras que uno puede o no puede usar en el espacio cuando la mayoría de las veces no acertamos con las palabras que deberíamos usar en nuestro planeta?

Uff, uff, uff! Su contentómetro de bolsillo estaba bajando a razón de 1 UFF por interrogante. ¡Tenía que hacer algo! ¡Necesitaba una afirmación categórica! ¡O un par de esdrújulas nuevas!

¡Pijámide! ¡polipatético!...

Uff...


Juan Luis Blanco
2/12/2014

Paracaídas para sueños

lunes, 5 de mayo de 2014

El otro día caí desde el sueño de alguien. Caí en la orilla de un río, que es esa parte dura y árida estrechamente en contacto con esa otra más húmeda y mullida. Esa que a tan sólo medio metro de mis narices se burbujeaba de risa con mi dolorosa casi buena suerte. Aunque a mi me parece que caer de los sueños de otros siempre es duro, sea agua, piedra o una piscina de vodka lo que te recoja más abajo. Por el dolor, supuse que me había roto unos quince huesos. Pero no. Estaba entero, es decir, físicamente entero. Y recordé entonces mi viejo proyecto de paracaídas para sueños ajenos.

Porque no era la primera vez. Ya antes me había pasado. Con algo más de suerte. O quizás no. Aquella vez caí de lleno en el duodécimo compás de una partitura para trompeta. Y en principio no me pareció mal aterrizar sobre un pentagrama. Pero aquello estaba superpoblado de semicorcheas, que ya tiene bemoles ir caer en pleno allegretto. Las redondas del pentagrama superior no querían ni mirar. Salí atravesado por infinidad de plicas y corchetes y odiando para siempre la escritura musical.

Y sí, allí nació la idea del paracaídas porque, ¿qué culpa tiene uno de que otros anden metiéndole en sus sueños? No sale a cuenta ponerle a un ciego una película muda ni esa existencia inconsciente en los mundos imaginados de otros. Más aún si luego ocurre una caída de éstas y sale uno con huesos quebrados e interrogantes de plomo. No sé yo si alguien soñará conmigo un día de éstos. Quizás sea inevitable ¿qué se yo? Pero si lo hace, le pido por favor que cuide los bordes de su sueño, que yo soy muy amigo de precipicios y acantilados, muy de tropezar y además despistado.



Juan Luis Blanco
5/5/2014

Solo en la casa

martes, 29 de abril de 2014

Una puerta llora. El llanto acompaña la entrada a la casa vacía. Un eco de risas pretéritas me asalta desde la oscuridad y un lamento, un lamento inaudible pero presente, se desliza por el pasillo. Cientos de minutos de felicidad enmohecida se me vienen encima desde los techos. La casa duele. Y hay un alma sola, un alma partida, un alma agotada, que no termina de habitarla. En la calle suena la música. Adentro ninguna melodía puede con ese silencio sólido, pesado y monocolor. Solo en la casa. En la casa deshabitada. Un vals desgarrador se cuela sin permiso por una grieta y grita una insoportable ausencia. La puerta llora de nuevo. Y otro llanto acompaña la salida de la casa desierta. Afuera, el futuro se viste de nube y, mirándome insistente desde los charcos, la lluvia se confirma como nueva compañera.



Juan Luis Blanco
29/04/2014

El pianista del número 23

miércoles, 19 de marzo de 2014

Son las 7:06 de la tarde. El pianista del número 23 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat lleva ya 191 compases confundiendo cantidad con calidad, velocidad con emoción, virtuosismo con belleza. Yo me mareo sólo de pensar en la conmovedora maravilla que podría salir de esos dedos si el pianista del número 238 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat diera tiempo a la belleza para acomodarse en los apretados intervalos entre las notas. A ratos distingo fragmentos conocidos entre la avalancha de sonidos: Beethoven, sonata nº2, presto agitato.

Y llevo horas, días, pensando en todas esas cosas que podrían ser —porque todas las circunstancias para que sean se dan— pero no son. El pianista del número 2385 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat podría tocar una canción bellísima, una pieza que nos hiciera llorar de felicidad, que hiciera detenerse a los paseantes y a los ciclistas para escuchar. El pianista del número 23854 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat podría, de hecho puede, pero no tiene tiempo de tocar esa pieza. O a lo mejor ya la tocó algún día, hace tiempo, y por la razón que sea no quiere volverlo a hacer.

Yo ya he dejado Amsterdam. Me llevo recuerdos inolvidables. Pero no puedo evitar acordarme de los peces del canal cercano a la casa del pianista del número 238546 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat. Los imagino nadando entre las bicicletas oxidadas del fondo del canal mientras las miles de notas que continúan saliendo del piano del pianista del número 2385462 de la calle Eerste Laurierdwarsstraat atraviesan las aguas marrones tiñendo con la inexplicable tristeza del virtuosismo estéril los atardeceres subacuáticos. Y, curiosamente, llevo horas, días, echando de menos esa pieza, quizás no tan virtuosa, que nunca escuché, que probablemente nunca escucharé, en el piano de la casa del número 23. En la calle Eerste Laurierdwarsstraat.



Juan Luis Blanco
18/03/2014

Letrista

lunes, 27 de mayo de 2013

Estaba nervioso porque era la primera vez que escribía la letra de una canción. Lo suyo eran los cuentos y los desvaríos de insomne. Por suerte, el temblor de su mano cesó al tiempo de apoyar la punta de grafito sobre el papel. Comenzó el primer trazo pausado, desde arriba y hacia atrás primero, despacio, como quien mira a su espalda o recolecta recuerdos. Siguió retrocediendo a la par que descendía y tomaba velocidad con energía renovada dirigiéndose con decisión a la base de aquel medio círculo. Pasado este punto, comenzó a despegar como un avión, hacia adelante y hacia arriba como los buenos augurios, y luego, en un cambio radical de trayectoria, dibujó una vertical desafiante y orgullosa de sí misma. Entonces se detuvo. Demasiada precipitación. Tocaba parar antes de que fuera tarde. Y retroceder, en un repliegue horizontal y retrospectivo, sobre la nada y hacia el interior de lo creado hasta entonces.

Permaneció largo rato en aquel trampolín hacia adentro, en aquel balcón con vistas a los límites recién creados. Estaba perplejo. Miraba a aquel perfecto cerco ante sí, cerrándole el paso, negándole el horizonte, mostrándole un recorrido familiar, casi autobiográfico... No dejaba de repetirse que él mismo había construído aquel callejón sin salida. Se maldijo por haber elegido aquella nefasta letra para comenzar el primer verso. Ya ni recordaba la palabra que iba a escribir y además le daba igual. No pensaba continuar. Una amiga le dijo una vez que prefería sus relatos cortos —recordaba uno de tan sólo cuatro palabras—, pero esto iba a superar todas sus expectativas: ¡una sola letra! Le gustase o no, al menos le iba a hacer Gracia... Con G mayúscula.



Juan Luis Blanco
27/05/2013