La tierra de Malena

domingo, 27 de diciembre de 2009



Malena, la lombriz, avanzaba masticando la tierra. Nunca encontró la manera de averiguar qué le depararía el siguiente bocado. A veces, cansada, completaba un círculo para volver atrás, y ver, por vez primera, los lugares por donde había pasado.

Juan Luis Blanco
27/10/2009

El escalador asimétrico IV


(Viene de: el escalador asimétrico III)

El camino de vuelta transcurre en la más absoluta armonía. Las sombras se alargan en el valle al tiempo que las cumbres comienzan a teñirse de naranja. Un cansancio pesado y dulce los colma, y su conversación es hoy un intercambio de silencios que no hace falta interpretar, porque desde sus andares hasta su respiración rebosan una placidez incuestionable.

Mark lo percibe de un vistazo nada más verlos salir de la penumbra del bosque. Y antes de que lleguen al lugar donde él y Pedro esperan sentados, se levanta y con una sonrisa de cuerpo entero les tiende la mano. Por la hora a la que vuelven y por la serena felicidad que impregna cada uno de sus gestos, sabe con certeza que lo han conseguido, pero quiere disfrutar aún más el momento escuchándolo de sus bocas.

–¿Qué tal os ha ido?

–Lo hemos logrado, Mark. Ha sido increíble. Me siento mejor que nunca. Hemos hecho la vía, he superado el paso clave del primer largo, he sentido nuevas sensaciones escalando y he descubierto que hay otro escalador en mí que no conocía –bombardea Daniel a un ritmo difícil de seguir.

Mark sabe perfectamente de qué está hablando Daniel pero aún así bromea y tras un fugaz guiño a Adela responde:

–¡Vaya! ¡Hemos pasado de escalador manco a escalador esquizofrénico! ¿Hay algún psicólogo por aquí? –tres carcajadas se unen a la suya, que sin duda supondrá una nueva arruga en su rostro.

–Hablo de otro escalador porque mi lesión me obliga a experimentar nuevas formas de pensar, de resolver y de actuar en la pared. Y aunque ese otro escalador no exista, mirar con su mirada me hace descubrir cosas que nunca había visto. Y también he aprendido que, por mucho que un problema se plantee siempre igual, es del todo ilógico tratar de resolverlo con la receta de siempre si tú no eres el mismo. Así que nada de esquizofrénico, no, tan solo un poco asimétrico –apuntilla Daniel verborreico y triunfante, urgido por la necesidad de explicar, de compartir todo lo que ha aprendido hoy.

En un gesto casi imperceptible, la cabeza de Mark no ha cesado de moverse de arriba a abajo mientras escuchaba a su joven amigo. Y aunque sean las de Daniel explicaciones que él ya hace tiempo que no necesita, en su cara luce primeriza una sonrisa nueva y perenne. Porque a veces, en compañía de ciertas personas, nadie sabe quién enseña a quién, pero todos sienten que han aprendido, que esa noche son un poquito más sabios. Con un sigilo y parsimonia infrecuentes en sus modos, Mark se lleva las manos a la nuca y se desprende de su mítico collar de colmillo de oso, el amuleto que acostumbra a acariciar cuando en los días de temporal, frente a sus más cercanos amigos y unos chupitos de orujo casero, relata con el entusiasmo de un niño sus innumerables aventuras: Yosemite, Black Canyon, Indian Creek,... ¡A cuántos lugares no los habrán transportado sus palabras mientras jugueteaba con el enorme diente entre sus dedos! Con los ojos enfocando al infinito, lo observa por unos segundos en la palma de su mano, como si toda una vida estuviera pasando ante ellos, y clavando su mirada en los de Daniel extiende el brazo hacia su amigo.

Éste, atónito, ni parpadea. No sabe qué decir, ni cómo reaccionar. Se siente abrumado. El regalo es a todas luces excesivo y permanece inmóvil por el efecto paralizante de tan inesperada sorpresa. Nadie que no conozca bien a Mark puede comprender el valor sentimental y el inmenso poder evocador de ese colgante. Nadie que no se haya embriagado de orgullo por un hijo podría tampoco interpretar en toda su magnitud el mágico brillo que en este instante ilumina sus ojos humedecidos.

Ante su granítica inacción, Mark se aproxima a Daniel y mientras le coloca con delicadeza el collar, se acerca a su oído y con fingida inocencia y una entonación manifiestamente teatral le pregunta: ¿Tú crees que todo esto que me has contado valdrá lo mismo para el mundo horizontal? Y acto seguido se funde en un largo e intenso abrazo con él.

Adela los observa emocionada. Mark lleva su eterna camiseta de tiras, la de las jornadas de escalada y buen tiempo. La cabeza de Daniel descansa sobre el hombro desnudo del gran hombre. Un hombro musculado, fibroso y de piel cobriza y lisa, excepto en una zona que parece más oscura, y de textura levemente irregular. Adela acaba de descubrir que esa mancha que rodea casi por completo el hombro de Mark debe de ser una vieja cicatriz que el tiempo y el sol han conseguido borrar casi por completo. No ha abierto la boca, pero en su mirada habita la curiosidad y un interrogante. Mark, que la ha estado observando, la mira entonces fijamente, como un animal que protege su territorio, y sus ojos se vuelven pequeños y de un azul intemporal y cómplice.

Llega el momento de la despedida que, aunque no es más que un hasta luego, pesa como un adiós perpetuo por lo intenso de lo que allí han vivido. Adela decide coger de la mano a Daniel, ya que no aprecia intención alguna de movimiento en su cuerpo. Éste la sigue, tropezando una y otra vez, porque camina de espaldas, como acostumbra a hacer cuando abandona los lugares que por la razón que sea merecen ser retenidos en la memoria.

Mark ríe ante la estrámbotica escena, y cuando se han alejado lo suficiente mira a Pedro y le dedica una sonrisa de triunfo y un gesto pícaro.

–¡Oye Daniel! –grita Pedro entonces–. Mark y yo vamos a intentar la vía el sábado. ¿Que te parece si quedamos mañana en el bar y me explicas con más detalle cómo va el paso del primer largo?

Daniel se detiene súbitamente y siente como si le hubieran robado el suelo bajo sus pies. Una mezcla de confusión, desasosiego e ingravidez lo invade. Aunque la respuesta es sencilla y evidente, en su mente se ha desatado una repentina tormenta de recuerdos, palabras y sentimientos imposibles de ordenar, y completamente desconcertado, escucha cómo surgen ya de su garganta, balbuceantes y trémulas, cuatro palabras que han escapado al control y al filtro de su cerebro:

–Mark. Cabrón. Te quiero.


Juan Luis Blanco
Octubre 2009

El escalador asimétrico III


(Viene de: el escalador asimétrico II)

A pesar de que su estado de ánimo no puede ser mejor, el eco lánguido de un tango gira y se repite mil veces en la cabeza de Daniel al ritmo de sus pasos. Las bandas sonoras de nuestras vidas son todo menos coherentes y parece que ni siquiera uno mismo las pudiera elegir –piensa. Han pasado casi dos meses desde la última vez que Daniel y Adela recorrieran ese mismo camino. El sol se adivina detrás de las montañas, y aunque todavía no ha iniciado su particular baile con las sombras del valle, promete un luminoso día para llevar a cabo el nuevo intento, el segundo ataque a la vía que desde aquel fatídico día ha poblado por igual sus pesadillas y sus sueños.

Las consecuencias de aquella tentativa fallida fueron desastrosas: otras seis semanas de reposo y muchas horas dedicadas a las heridas interiores, las que no se ven, ni sangran, ni producen moratones y que por ello resultan más difíciles de sanar como deben. Pero si algo había aprendido Daniel desde pequeño era a buscar el lado positivo que siempre nos muestran nuestras desgracias si lo sabemos buscar. Y puede sonar a frase hecha para la ocasión, a palmadita hueca en la espalda, pero es verdad –se reafirma Daniel. En ese infierno, él ha conocido a la mejor Adela, hasta el punto de que no sabe cuanto más hubiera tardado en recuperarse de no ser por la constante presencia de un ser tan encantador y positivo a su lado. Resulta imposible ser mero espectador de su optimismo. Uno se contagia sin remedio, por vía oral, cutánea, aérea o porque sí. Y Daniel sonríe al mundo, que es lo menos que uno puede hacer cuando es objeto de una suerte que hoy le parece infinita.

Tras el tercer puente sobre el arroyo el camino se bifurca. Por la vereda que sale a la izquierda se llega a la casita de Mark. El mensaje de humo de su chimenea les habla de aromas de café recién hecho sobre el fuego de leña. Mientras evoca el delicioso café de Mark, Daniel no puede evitar recordar sus palabras en aquel fatídico día. Tampoco un sentimiento de vergüenza por su propia reacción. Mark no es alguien a quien le guste fanfarronear ni mucho menos menospreciar a sus amigos –reflexiona Daniel mientras decide que le gustaría tener una conversación con él.

De repente, un silbido y sus cien ecos lo sacan de su ensimismamiento. La puerta de la casita de Mark está abierta y subido al tocón donde corta la leña “el abuelo” levanta y agita los brazos como si estuviera en lo alto de un podium. Es la peculiar manera de Mark de desearles suerte. Adela ríe a carcajadas y se sorprende a sí misma con un grito de alegría que le ha salido de no sabe bien dónde. Daniel ríe también, y mientras salta repetidamente levanta los brazos imitándolo. A pesar de la distancia, Mark alcanza a distinguir que el brazo izquierdo de Daniel no se levanta lo mismo que su brazo derecho y por un instante su rostro se ensombrece. Pero se sobrepone enseguida: – Aquí huele a buen café y a triunfo –se dice en voz alta como para convencerse mientras se agacha para atravesar la puerta que da a su pequeña cocina.

–¡Este hombre es único! –exclama Adela.

–¡Único y grande! –añade Daniel jugando con las palabras como en sus mejores tiempos.

Contagiados por la vitalidad matutina del “abuelo”, la dura pendiente de aproximación les parece hoy una suave rampa que prácticamente no han advertido, y en poco más de una hora alcanzan la base de la pared. Cuerda, arneses, cintas, mosquetones, cordinos, cascos, pies de gato... todo sale de la mochila en el mismo orden de siempre, y como para invocar a la suerte, pero principalmente para no dejar espacio a la fatalidad, todo se dispone y se ordena según la misma reincidente rutina. Pero a diferencia de la anterior ocasión, sus rostros tienen una expresión más grave, como si los fantasmas que desde hace unos minutos acompañan a Daniel hubieran adquirido súbitamente presencia y peso ante ellos.

Sintiendo la urgencia de saldar una deuda pendiente, Daniel decide comenzar sin dilatar demasiado los minutos previos. Están allí, es el momento, no hay marcha atrás. Se gira para decir algo a Adela pero sus labios lo encuentran antes. Sonríen nerviosos, como la primera vez que se besaron, y con una mirada que concentra una ternura y energía infinitas Adela le susurra: ¡Vamos!

A pocos metros del suelo la mente de Daniel se ha vaciado de todo lo que no sea su cuerpo, la pared y la fuerza de la gravedad. No existe nada más aparte de todo aquello que surja de la interacción de esos tres factores. Piensa en sus manos, en sus pies, en cómo poner, quitar o repartir su peso entre ellos, detecta y valora cada forma o hueco de la roca, anticipa los movimientos que habrá de combinar más arriba y, a medida que se aproxima al paso clave, trata de imaginar cómo se las apañó Pedro para resolver el problema.

Ahí está de nuevo. La laja parece hoy más inalcanzable. No puede ser, está demasiado lejos –se desanima prematuramente. Descarta completamente repetir el brusco movimiento con el que él mismo había resuelto el paso en otras ocasiones. Teme repetir el desastre de la otra vez. Mira la laja, la exigua regleta a su izquierda, el minúsculo resalte lateral a su derecha, la mínima protuberancia donde debería apoyar el pie izquierdo y su mente se bloquea mientras su cabeza se mueve de lado a lado esbozando un no que todavía no quiere creerse del todo. Y sin embargo, es consciente de que no encuentra ninguna solución. Y siente que el tiempo no pasa, más bien gira y se repite en una cantinela redundante de negaciones: no puedo, no llego, no encuentro, no puedo, no llego... El opresivo peso del desánimo se suma a la perseverante gravedad, y Daniel lucha en un esfuerzo desesperado por mantener su cuerpo en equilibrio y su mente en orden. Trata de fijar un ritmo en su respiración, de recuperar el tacto de la roca en sus pies y sus manos, y tras afirmarse en una postura menos incómoda, consigue serenarse un poco. Debe pensar.

Es imposible que Pedro superara el paso de este modo. Imposible que él llegara donde yo ahora ni sueño con alcanzar. Tiene que haber otra forma. Si él es más bajo que yo, necesito pensar como un escalador más pequeño. Necesito aprender sus recursos, sus movimientos. Olvidarme del escalador de 175 centímetros cuando entre en acción mi brazo izquierdo. Recuperarlo cuando sea el derecho quien ha de intervenir. Tan sencillo como eso: ahora soy dos escaladores –piensa con comedida ilusión y un moderado convencimiento.

Daniel comienza entonces a escudriñar la pared centímetro a centímetro. Y como si hubiera estrenado un nuevo modo de mirar, aparecen ante sus ojos un pequeño garbancito a su izquierda, que podría usar para un pie, y otra regleta algo lejana y decididamente escasa, que quizás sirviera para situar su mano derecha la fracción de segundo necesaria para que su izquierda alcance la laja. Está realmente sorprendido de su descubrimiento. Lo que acaba de encontrar siempre había estado ahí, y sin embargo, nunca lo había visto.

En cuestión de segundos decide la secuencia y Daniel pasa a la acción. Cierra los dedos de su mano izquierda como una tenaza sobre la primera regleta. Donde antes apoyaba el pie izquierdo sitúa ahora el derecho. Usa el resalte vertical para equilibrar el siguiente movimiento, que consiste en apoyar la punta de su pie izquierdo en el garbancito. Descubre que aunque en un precario equilibrio, su cuerpo sigue anclado a la pared y sin perder tiempo suelta su mano derecha de la presa lateral y agarra la minúscula regleta recién descubierta. Arquea los dedos con toda su alma. Duele. Duele mucho. Sólo necesita aguantar una fracción de segundo hasta que su mano izquierda alcance por fin la laja pero no confía del todo en que pueda resistir. Aún así se arriesga. Suelta su mano izquierda y, atónito, descubre que no está cayendo, que permanece amarrado a la roca, y que su mano, en un gesto instintivo mucho más veloz que su pensamiento, ha alcanzado ya su objetivo.

De sorpresa, de satisfacción, de rabia contenida; de celebración, de inmenso alivio, de infinito agradecimiento está lleno el grito que escapa impetuoso de su garganta. Grita también Adela. De luminosa felicidad.

Recuperadas en parte la respiración y la compostura, continúan la escalada. El resto de la vía les lleva unas cinco horas, aunque a ellos les parezcan la mitad. De puro disfrute. Daniel escala concentrado en la pared y en sus nuevas sensaciones. Y se siente muy ligero. Y a veces silba. Y a ratos canta, como antes del accidente. Y entre medias piensa, y sonríe, y se cuestiona cuánto tiene de limitación una lesión que le ha llevado a comprender otro modo de escalar. Y se pregunta cuánto pueden enseñarse mutuamente cada uno de los dos escaladores con quienes él se identifica desde hoy. Y vuelve a sonreír. Y vuelve a sonreír.

(Sigue en: el escalador asimétrico IV)

El escalador asimétrico II

martes, 22 de diciembre de 2009

(Viene de: el escalador asimétrico I)

El valle parece de repente un festival de sonidos, acentuados quizás por el mutismo en que se han sumido, como si hubieran acordado lo oportuno de un voto de silencio. Y desde luego el camino de regreso tiene algo de penitencia: incomoda el fresco susurro de la brisa en el hayedo, escuece el delicado crujir de las hojas sobre el camino, molestan los torrentes y sus variados borbotones, incordian los eufóricos cantos de los pájaros, exasperan los gritos de ánimo de otros escaladores a la entrada del valle y los juegos del eco que ya no hacen ninguna gracia. Duele todo aquello que está del otro lado de la piel.

De caminar con la mirada en el suelo casi no se han dado cuenta de que están ya saliendo del valle, y al girar detrás de un gran bloque les sorprende la presencia de un grupo de escaladores en la pared que se abre a su derecha.

Hola amigos, ¿cómo fue? –los saluda con su inconfundible castellano anglo-mexicano y una amplia sonrisa “el abuelo” Mark. Todos lo llaman “el abuelo” porque es el escalador más veterano de los que frecuentan el lugar, el que mejor conoce la zona y todas sus vías. Un día llegó y se instaló en una casita cerca de las paredes y hay quien dice que ha escalado todos los riscos de este valle. Afable, risueño, sereno, Mark se siente a gusto entre gente más joven que él, seguramente porque no debe de ser fácil encontrar gente que, a su edad, disfrute de un excedente de vitalidad tan extraordinario. Cuando escala, no cesa de animar a sus compañeros de cordada y tiene fama de conocer más de un millar de piropos en otras tantas lenguas que suele reservar para levantar el ánimo de quienquiera que sea la joven que se anime a escalar con él. Es una persona grande, entrañable, de ojos claros que brillan en destellos azules sobre su tez morena y sólida surcada por infinidad de fisuras y grietas. –Estas arrugas son las huellas de todas las risas que fueron de verdad –suele decir en ocasiones con voz profunda y mirada reflexiva... que irremediablemente va seguida de una sonora y contagiosa carcajada.

Pero la sonrisa que hoy boceta su rostro es de otro tipo. Y Daniel la agradece, porque en la cara de Mark la alegría es siempre una expresión desmesurada, y un gesto tan resumido no puede ser sino inequívoco signo de preocupación.

–¿Hubo algún problema? –pregunta Mark, consciente de que vuelven demasiado temprano.

–Sí, el paso clave del primer largo. Mi hombro no da –telegrafía Daniel con voz abatida y una ausencia sospechosa de expresión en su rostro.

–¡Ah! Lo recuerdo. Hace dos semanas la hicimos Pedro y yo. Es un paso delicado, sí –comenta Mark mientras baja la vista y se rasca una oreja con sus enormes dedos.

–¡Adiós! –se despide Daniel con una energía que parece provenir de lo más oscuro de su alma. Y comienza a caminar con airada determinación, dejando a Adela varios metros por detrás. Al igual que el torrente de pensamientos que le está siendo imposible ordenar, cada paso que da es más rápido y menos preciso y tropieza violentamente contra un pedrusco. Mucho mayor que la suma de todos sus dolores es ahora la presión con la que el nudo de su estómago se está tensando, la incontenible hemorragia de su orgullo herido: Pedro no mide más de un metro y sesenta centímetros.

Adela y Mark se miran por un instante. Él sonríe y le guiña un ojo, pero a diferencia de otras ocasiones esta vez su mirada es triste. No es el donjuán zalamero de los días felices, es el Mark que hace suya la tristeza de sus amigos. Y Adela le sonríe también, con su mejor sonrisa “gracias-saldremos-de-ésta”.

(Sigue en: el escalador asimétrico III)