Tierras de nadie

lunes, 26 de marzo de 2012
Días antes, cuando la dependienta de la papelería le preguntó de qué grosor quería el rotulador, se percató repentinamente de lo absurdo de ciertas convenciones que los humanos aceptamos sin reparo alguno. Por ejemplo, la de que los volúmenes tienen tres dimensiones, los planos dos y las lineas tan sólo una, lo cual, por muy paradójica que nos resulte la deducción, coloca a los puntos en precaria situación de adimensionalidad. Asi que, aquella reflexión imprevista y este párrafo se cierran con un ente teóricamente adimensional.

Siempre había pensado que la física, las matemáticas, la geometría... habían dado lugar a conceptos realmente singulares que mostraban una coherencia firme y diáfana mientras flotaban en el intelecto colectivo. Pero en algún momento aquéllos bajaban a la superficie, se adherían a la materia, y era entonces cuando hacían gala de una incongruencia pastosa y turbia. Porque las lineas que había dibujado aquella mañana tenían longitudes diversas, pero un grosor exacto de 0,4 milímetros. Lineas de dos dimensiones. También había algunas de 0,8 milímetros. Pero, ¿cual era el grosor en el que se debería considerar que una linea dejaba de serlo? ¿Bastaba con que una de las dos dimensiones fuera muy superior a la otra para seguir hablando de lineas? ¿Alguien había definido alguna vez aquella relación?

Fue por la tarde, mientras conducía por aquella carretera fronteriza cuando volvió a reflexionar sobre aquellos y otros despropósitos dimensionales. La calzada encadenaba una curva con la siguiente y el asfalto estaba divido en dos estrechos carriles por una reluciente “linea continua”. Pero, ¿no era absurda y redundante aquella expresión? Por definición, toda linea es continua hasta que se acaba. Y en una carretera, esa ausencia de huecos revela su significado y la inequívoca invitación a no ser traspasada. Porque, cuando el ingeniero que diseñó la carretera quiere dar a entender que podemos invadir el carril contrario, dibuja unas lineas más cortas separadas por espacios, que son las puertas que comuican ambos carriles. Y así todo está muy claro.

Sin embargo, ¿no resultaba todavía más desconcertante llamar a esta sucesión de lineas “linea discontinua”? ¿Cuál era el motivo de que el final de una linea no supusiera razón suficiente para dejar de designarla como tal? ¿Por qué el espacio entre dos lineas separadas seguía llamandose linea? ¿Acaso eran lo mismo la luz y la oscuridad? ¿El dia y la noche? ¿La materia y el vacío? ¿Cuál era la razón de que se agruparan realidades opuestas bajo una misma designación? ¿Se le ocurriría a alguien hablar de “materia discontínua”? Entonces, ¿podríamos también designarlo como “vacio discontinuo? ¿Por qué se agrupaban todas aquellas lineas cortas en un ente superior? ¿Existía algún tipo de relación entre ellas? ¿Sabían acaso las unas de las otras? ¿Qué opinaría de todo esto la persona que las pintó?

Redujo la marcha y el ritmo frenético de sus pensamientos antes de entrar en aquella nueva curva. Tras ella, a la derecha, apareció un cartel verde que indicaba que estaba abandonando la comunidad de Cantabria. A unos cincuenta metros un nuevo cartel le daba la bienvenida al Principado de Asturias. Sonrió, como siempre que pasaba por un lugar como aquél, ante lo absurdo de esas otras lineas imaginarias que intentan, de modo tan pretencioso como inútil, separar territorios, culturas y costumbres. Y le hizo gracia recordar que precisamente las fronteras se representan con “lineas discontinuas” en los mapas. No sabía discernir si había allí una invitación sutilmente sugerida o era más bien que los topógrafos no se atrevían a representar de manera más contundente unos límites imaginarios, invisibles y totalmente arbitrarios.

Sea como fuere, aquel día paró el coche entre los dos carteles y miró detenidamente el amplio giro de la carretera. Acababa de salir de una comunidad y no había entrado todavía en la siguiente. ¿Era aquel espacio el grosor real de una frontera? ¿A quién pertenecía aquel absurdo lugar? ¿No era inquietante que en aquel punto uno se convirtiera en foráneo para cualquiera de los habitantes de ambos territorios? Ensimismado en aquellas reflexiones se sentó sobre un canto rodado mientras observaba el escarpado desfiladero y escuchaba la corriente del rio. Una sorprendente sensación de familiaridad lo invadió en pocos minutos. Aquel lugar oscuro, incómodo e impreciso en que tantas veces se había convertido su alma, acababa de materializarse como una realidad palpable, visible y transitable: había descubierto su primera tierra de nadie. Para su sorpresa se notó gratamente reconfortado, como quien hubiera encontrado su lugar en el mundo. Y sintiéndose habitante de pleno derecho de aquella curva, permaneció allí hasta que la oscuridad igualó las montañas.

Juan Luis Blanco
26/03/2012

Bajo el puente

miércoles, 14 de marzo de 2012
Hay mañanas que se parecen a otras muchas mañanas y que, sin embargo, resultan ser un homenaje a la vida. Igualmente, hay personas que bajo la apariencia de lo ordinario esconden seres humanos excepcionales. Como la mujer sentada esta mañana bajo el puente.

El sol estaba todavía bajo, todavía templado y, como un arroyo de luz, discurría tibio y manso bajo el ojo del puente. La mujer, con el cuerpo girado hacia aquél, hacía su particular fotosíntesis: absorbía plácidamente la luz solar y dispersaba a su alrededor un vaho invisible pero inapelable de dicha reposada y bienestar.

No sé por qué me pareció que el espacio contenido bajo aquel arco familiar no era exactamente el mismo de siempre. Quise atravesarlo despacio, sin prisa. Y mientras mi cuerpo era rodeado por una felicidad adhesiva, imaginé una explicación —seguramente absurda— al hecho de que la distancia entre los puntos de apoyo de un puente se denomine “luz”. Luego, sin que viniera en absoluto a cuento, me pregunté si aquella mujer sabría lo que era el euribor. También me pregunté, tropezando casi con la respuesta, si alguna vez le importó...


Juan Luis Blanco
14/03/2012

Afinador de sirenas

miércoles, 7 de marzo de 2012

A la vista de cómo suenan las campanas de algunas iglesias llegué en su día a la conclusión de que, después de su fabricación, nunca más fueron afinadas. La verdad es que no sé si quedan afinadores de campanas. Pero hay alguien que afina las sirenas de los barcos. No sé quien es pero hoy trabaja en el barco que la semana pasada botaron los astilleros y que ahora aguarda a que se decidan sus singladuras en el dique sur del puerto.

En ocasiones me ha llegado a irritar con su indiscreto y estridente oficio, pero desde hace bien poco admiro a ese hombre. Uno no puede saludar un puerto con una sirena triste y rota, ni puede despedirse de él con un sonido discordante y agudo. ¿Cómo avisar entre la niebla a los otros barcos si la sirena no transmite ni la presencia ni la gravead suficientes? Hoy los barcos tienen diferentes voces, y todas han de hablar con el tono adecuado.

Mientras cierro la ventana para poder escuchar el último disco de Manel, me asalta la sospecha de que el afinador de sirenas podría enseñarme muchas cosas.


Juan Luis Blanco
07/03/2012