Escara-abajo

miércoles, 31 de marzo de 2010

Abelardo, el escarabajo, se había subido a aquella roca a buscar el fresco y llevaba toda la tarde refunfuñando por el calor y por el esfuerzo, tan grande como inútil. ¡Deseaba bajarse de aquel pedrusco ya!, y estaba buscando el modo más rápido de hacerlo. En el lado de la gran piedra que miraba a poniente, observó una larga paja que surcaba en diagonal el espacio que separaba el lejano suelo y el borde del precipicio. Había encontrado el camino más corto y sin perder tiempo se encaramó a la espiga-atajo. Cuando ésta se combó bajo su peso, fue presa del desconcierto ante la cruel paradoja que acababa de crear: ahora, para bajar al suelo, habría de subir una estrecha y difícil pendiente. ¡Qué contrariedad! Enojado y perplejo, comenzó a ascender mientras maldecía el verano y despotricaba contra los seres flexibles y su impredecible carácter.



Juan Luis Blanco
29/03/2010

De oficios

domingo, 28 de marzo de 2010
—Hoy están cruzando el cielo mil aviones —pensó Estela —. Me lo llenan de rayas. Dibujan en él sin pedir permiso y dejan ahí sus pintadas compartimentando un azul originalmente infinito.

La cosa iba de rombos, como el jersey del banquero que tenía delante.

—¿Profesión?

—Lo primero que haré con el dinero será un largo viaje. En avión —fantaseaba ensimismada Estela, sin prestar atención a la rutinaria letanía de preguntas.

—¿¿Profesión?? —subió el tono el impaciente empleado.

—Perú, los Andes, el mundo de los Incas, el desierto, la selva... Luego Brasil...

—¿¿¿Profesión??? —enfadado y exagerando la entonación como un mal actor.

—Ejemplo, ¿y usted? —disparó Estela, disimulando la ironía con una inocente sonrisa

—¿Ejemplo de qué? —había estado a punto de gritar el banquero. Pero enseguida se dio cuenta de que cualquier posible conversación sobre conductas ejemplares lo iba a situar en franca desventaja. Así que intentó sosegarse y trató de ser amable y claro. Sobre todo claro.

—Le estoy preguntando por su profesión, su oficio señorita.

—Mi oficio. Veamos: restauradora de olvidos, retratista de presentes y arquitecta de sueños. Hechicera y brújula de almas errantes.

—¿Alguna otra profesión más..., menos..., insólita? —balbuceó descolocado y nervioso el banquero.

—A ver: recolectora de notas desafinadas, hipnotizadora de reptiles medianos y encantadora de otros seres más o menos vivos a tiempo parcial

—¿Me esta usted tomando el pelo? ¿Pero es que no ha tenido usted ningún oficio serio? —la increpó su interlocutor volviendo a perder la compostura.

—Mmmmmh: notaria de aconteceres, contable de nubes y administradora de hoyuelos. Asesora de brisas y vientos, auditora de primaveras y analista de espirales. ¿Le valen?

La paciencia del banquero entró en picado en números rojos, y en su tono se adivinaba una rabia que estaba a punto de rebasar las fronteras de su autocontrol.

—¡Mire usted! ¡No tengo tiempo que perder! Si es tan amable, le agradecería que me hablara directamente de sus ingresos.

—Está bien. No hay problema. Déjeme que haga memoria. Mire, no más fueron dos. Y ahora le cuento. Pero antes hágame un favor: vaya llenándome esta bolsa con los billetes de ese cajón y ponga su reloj sobre la mesa. El primero fue en el penal de Cáceres. Dos años y cuatro meses. Meta también aquella grapadora, por favor —susurró con voz de seda mientras acariciaba el percutor de la pistola—. El segundo en la cárcel del Salto del Negro. Mucho calor, aunque no tanta humedad como aquí. Perdone, ¿podría prestarme también su estilográfica? Gracias. Le escribo aquí mi oficio actual, el que ahora me ocupa. Y me la voy a quedar si no le importa. Gracias de nuevo. Ahora me tengo que ir.

Paralizado por el miedo y la sensación de humedad que se extendía por su entrepierna, el banquero la vio marchar. En el papel que había dejado sobre la mesa, escrito en delicada y fluida cursiva decía: atracadora de bancos, espantaparásitos y destriparrombos. Estela. :-)



Juan Luis Blanco
27/3/2010

La suerte rara

martes, 16 de marzo de 2010
Uno no sabe bien por qué, ocurre que un día, uno de esos en los que te despiertas un poco más solo y presa de un inexplicable malestar existencial, te llega un mensaje de correo electrónico mal traducido del inglés, donde consigues entender que eres afortunado porque te venden no se qué gangas de imitación que son incluso mejores que los originales. Entonces te cagas en tu puta fortuna mientras dejas escapar la que probablemente sea la primera y última sonrisa del día. Y acto seguido, se te ocurre la pregunta: ¿Qué hace la suerte cuando no te sonríe? ¿Dónde cojones se mete?

Cuando la suerte no te sonríe, no te cruzas al final de la calle con tu amigo porque se te ha ocurrido, de repente, entrar a una cafetería a desayunar. No ves la sonrisa que te dirige la chica de la mesa del fondo porque se te ha caído al suelo el azúcar, y justo antes de que encuentres la única buena noticia de la jornada en el periódico, un pesado desconocido te abruma con su parloteo vacío pero sin huecos, mientras te preguntas que verá en ese impresentable aquella diosa, la de la mesa del fondo, para dirigirle tan encantadora sonrisa...

Cuando la suerte no te sonríe, no entiendes la cara de felicidad de tu vecino, te parecen estúpidos y hasta crueles para con el prójimo los arrumacos públicos de las parejitas enamoradas y llegas a considerar insolidario cualquier gesto amable que tenga lugar a tu alrededor, sobre todo porque ninguno de ellos va dirigido a ti. A nadie le apetece ver la sombra de miseria que arrastras. O quizás no la puedan percibir, sumidos como están en su dicha miope y autocomplaciente.

Cuando la suerte no te sonríe, no está tan lejos como pudiéramos pensar. Simplemente te da la espalda, pero gira la cabeza lo justo para que puedas intuir la espléndida sonrisa que esta dirigiendo a los demás. Te ronda, se exhibe con maldad desde todos los ángulos imaginables para que te sea imposible ignorarla y te pone delante de los ojos la lupa de magnificar bienaventuranzas ajenas; pero no te toca ni te mira a los ojos. La suerte, cuando no te sonríe, llega a doler.

Es rara la suerte. Así que, cuando no te sonríe, eres tú el que lo tiene que hacer. Con la más preciosa y difícil de tus sonrisas: esa que proviene de los lugares más lúgubres de tu alma y que ha recorrido cien laberintos de amargura antes de llegar a tu rostro. Sonrisa que, sin especiales aspavientos, es a la vez triunfo y demostración de actitud. Sonrisa misteriosa, concisa y profunda que no necesita de excusas externas, y ante la que acaban inhibiéndose, avergonzadas y encogidas, las sonrisitas superficiales de la felicidad fácil de los afortunados.

Entonces, cuando esa sonrisa llega y brilla en tu cara con una dignidad nueva, sigues tu camino mostrándole tu espalda a la suerte, y dedicándole un guiño para hacerle saber que, si quiere, te puede seguir, aunque no sea del todo necesario.



Juan Luis Blanco
15/03/2010

Soledades

viernes, 12 de marzo de 2010

— ¡Echo de menos unas caricias entre mis púas! —iba pensando en voz alta el erizo Crispín.
— ¡A mi me encantaría que me rascaran la espalda! —respondió Fátima, la marmota, que en aquel instante se cruzaba con él.
Se miraron, titubeantes, el tiempo que tardó una hoja en caer. Y ante lo palpable de sus diferencias, prosiguieron camino de sus respectivas madrigueras con su soledad intacta y alguna que otra herida nueva bajo la piel.


Juan Luis Blanco
12/3/2010

La luz de la verdad

miércoles, 10 de marzo de 2010
Un día un pequeño planeta le habló al sol de la noche. Éste no podía creer que en los planetas de su sistema existiera tal cosa como la sombra o la oscuridad. El planeta, confiado en la validez de sus argumentos, insistió y le explicó que la noche quedaba siempre al otro lado de los planetas, donde el sol no la podía ver. El sol seguía sin convencerse de tal idea, pero decidió hacer alguna averiguación pues la curiosidad le hacía cosquillas. No tuvo más que esperar a que el pequeño planeta, continuando su órbita, se colocara detrás suyo, y entonces, en un movimiento súbito, el sol se dió media vuelta y lo miró fijamente. Allí estaban el pequeño embustero y otros planetas de tamaños diversos, brillando todos ellos con la luz de los mejores mediodías. No se apreciaba allí nada parecido a las tinieblas o a eso que llamaban noche. Nunca más volvió a creer en los planetas.


La verdad de la luz

Un día un pequeño planeta le habló al sol de la noche. Éste no podía creer que en los planetas de su sistema existiera tal cosa como la sombra o la oscuridad. El planeta, confiado en la validez de sus argumentos, insistió y le explicó que la noche quedaba siempre al otro lado de los planetas, donde el sol no la podía ver. El sol seguía sin convencerse de tal idea, pero quedó pensativo. El planeta continuó por su órbita pues poco más podía hacer, y cuando estaba a espaldas del sol, éste, en un movimiento súbito, se dio media vuelta y lo miró fijamente. Se dio cuenta de que el sol, que brillaba como nunca de rabia, lo había malinterpretado, y que hacerle entender qué era la noche iba a ser imposible. Desde entonces desconfía de las estrellas y los objetos demasiado luminosos, y sobre todo, de aquellos que no orbitan y permanecen girando respecto a sí mismos.


Juan Luis Blanco
9/3/2010

La puerta azul

lunes, 8 de marzo de 2010
Lo bueno de los pueblos pequeños es que uno oye los pasos de la gente cuando camina por la calle. Y sin dejar de mirar a lo que uno está, puede saberse si Andreína, la pescadera, va con prisa, o si Rubén, el hijo pequeño de Marta, corre hoy más torpe porque su madre le puso las botas de su hermano mayor. Sabremos también, a nada que escuchemos con atención, si Ismael, el cartero, se va recuperando de la cojera que le provocó el accidente de moto, o si Carla, la niña más guapa del pueblo, está hoy alegre y saltarina, o arrastra sus zapatos y sus penas porque ha vuelto a discutir con alguno de sus cinco hermanos.

La mañana que Tristán decidió pintar la puerta de su casa de color azul, puso sus ojos en la brocha, la puerta y el bote de pintura, y sus oídos en los andares de sus paisanos. Se sorprendió de lo transitada que podía llegar a ser la calle donde vivía. No llevaba dos brochazos cuando llegó a sus oídos el ritmo acelerado y el sonido punzante y agudo de los tacones de Dominique, la profesora de francés, que cesaron por unos segundos, para proseguir enseguida, pero con algo menos de urgencia. Llegó luego el caminar pausado e inconfundible de Guillermo, el pescador, y sus enormes zancadas amortiguadas por las suelas de goma de sus botas de agua. También él se detuvo, el tiempo justo que hubiera correspondido a dos zancadas, y prosiguió su camino tal como vino, como si la parada hubiera sido un silencio en el pentagrama de su caminata matinal. Probablemente se cruzó con el alcalde, cuyas pisadas de zapato nuevo y caro ya se habían detenido una docena de metros antes para consultar una llamada al móvil, y que ahora se volvían a parar frente a la puerta de su casa. Tristán no respiró tranquilo hasta que escuchó nuevamente sus pasos calle abajo. No le caía bien. Entonces, las pisadas cesaron de nuevo, y comenzaron a ganar volumen, lo que sin duda indicaba que el alcalde se había dado la vuelta y volvía. Una gota de azul tembló nerviosa en la brocha y cayó en el escalón de terrazo de su portal. Los zapatos caros y nuevos dejaron de sonar justo detrás suyo. Otra gota le cayó entonces en el pantalón. Dejó la brocha, se limpió como pudo y con un pincel más pequeño, comenzó a retocar y tapar algunas grietas acercándose más a la puerta. Dos manchones más tarde oyó un paso, un solo paso. Dejó de respirar, esperando escuchar el segundo algo más lejos. Pero nada. Tan sólo el canto de los gorriones en los tejados y el rumor lejano del oleaje. Hasta que algo parecido al roce de un zapato que bailara sobre una acera de arenisca arañó a sus oídos. El alcalde apagaba su puro y retomaba su camino calle abajo. Tristán resoplaba aliviado. Y bastante incómodo por la expectación que estaba provocando su puerta azul.

No pasó demasiado tiempo hasta que volvió a oír que alguien se acercaba. Era demasiado irregular para ser un vals, pero el susurro arrastrado de las alpargatas de Julián y el toque quedo y desacompasado de su bastón, componían una cadencia que a Tristán siempre se le había antojado bailable de haber sido algo más rápida. Decidió concentrarse en lo que estaba haciendo y olvidarse un poco de Julián y de lo que ocurriera detrás suyo. Sin embargo, tan sólo después de tres brochazos había vuelto a perder los nervios. Ahora era el silencio el que lo estaba desquiciando. Hacía ya un buen rato que ni el bastón ni las alpargatas de Julián interpretaban su particular ritmo ternario. Tristán esperó, convencido de que el viejo se estaba tomando su tiempo para verter alguna ruda crítica sobre el color, el tipo de pintura o lo inadecuado del día para aquella faena. Lo que fuera, con tal de vaciarle encima su habitual amargura y malhumor. Así que se armó de paciencia y se preparó para buscar la contestación más tajante y descortés que se le ocurriera. Pero ningún nuevo sonido se produjo a sus espaldas. Ni una palabra. Ni un paso. Silencio. Se estaba cansando de este juego que sólo se hacía llevadero mientras hubiera algo que escuchar, y que se volvía insoportable cuando el silencio, lejos de transmitir ausencias, era fruto de alguna voluntad perversa.

No pudo aguantar más y se giró. Desconcertado, comprobó que Julián ni siquiera lo miraba. Ni a él, ni a su puerta. La mano que no sujetaba el bastón le estaba temblando y tenía la vista clavada en un papel pegado en la fachada de enfrente. Cuando el anciano volvió la cabeza, Tristán se quedó helado: en aquella mirada perdida se condensaban la eternidad y el vacío con una intensidad que nunca hubiera podido imaginar. Y comenzó a vislumbrar lo que uno debe sentir cuando el amigo de tu niñez, el que te acompañó como una sombra a pescar, a robar cerezas o a poner monedas en la vía del tren, te mira ahora, como congelado en el tiempo, desde la foto de una esquela.

Todos conocían a Marcelo. Todos, cada uno a su modo, habían detenido sus pasos y el ritmo de sus vidas en un breve y sencillo adiós. Es lo bueno de los pueblos pequeños.

Tristán no tuvo fuerza para continuar poniendo azul en su puerta. Y pensó que acompañar a Julián era sin duda lo más oportuno. Pasearon toda la mañana y ninguno de los dos se atrevió a romper el silencio hasta la despedida frente la puerta a medio pintar.

De allí a tres días, Tristán decidió que ya iba siendo hora de acabar lo empezado y volvió frente a su puerta con la brocha y el bote de pintura. Antes de comenzar a pintar se volvió hacia la fachada detrás suyo. No había ninguna esquela. Recordó una antigua canción de marinos que le enseñó su padre y se puso a silbar. Lo bueno de los pueblos pequeños es que la mayoría de los días no muere nadie, y el sol luce entonces sin impedimentos en la mirada de sus habitantes.


Juan Luis Blanco
8/3/2010

Luningo

lunes, 1 de marzo de 2010

¡Con qué puntualidad llegan siempre los lunes! ¡Nunca se retrasan! ¡Qué rigor en el cumplimiento del calendario! Y por si eso no fuera suficiente se permiten además, con su carácter implacable y expansivo, invadir con su atmósfera gris la tarde del domingo y contaminar con el tufo de lo irremediable el último atardecer de la semana.

De normal, el lunes se respira ya unas horas antes de su llegada, y, cuando llega, algo más obeso por la ración de domingo que te ha robado, te esquiva la mirada, no sé si porque se sabe culpable, o para que no reconozcas su cara la próxima vez que aparezca prematuramente. Se suceden después de los fatídicos lunes, los martes, miércoles, jueves y viernes. Cinco días que siempre acaban pareciendo muchos más, y probablemente no sea casualidad que siempre sean nombrados en plural, pues no hay modo de saber si hablamos de un jueves o de cinco martes a no ser que detallemos el número. Eso sí, luego llegan el sábado y el domingo, tan poco plurales ellos, tan únicos, con ese singular cerrado, finito y puñetero, que nos viene a recordar que nuestro fin de semana consta, de manera inequívoca, de dos días, dos. Inaplazables, inelásticos, improrrogables. Y no pocas veces de uno y medio, en el caso de que, como hoy –y no pocas ocasiones antes–, el lunes haya ganado la batalla provocando ese engendro temporal, de duración y periodicidad indeterminadas, que he comenzado a llamar “luningo”, y al que profeso una aversión igual o mayor que a los propios lunes.

No me gusta terminar malhumorado, y creo que no está de más un pensamiento positivo como conclusión: tan cierto como que la noche sigue al día es que el próximo fin de semana está cada vez más cerca. Ya casi es lunes, y en nada será martes, y al poco viérnoles...

Juan Luis Blanco
28/2/2010