La puerta azul

lunes, 8 de marzo de 2010
Lo bueno de los pueblos pequeños es que uno oye los pasos de la gente cuando camina por la calle. Y sin dejar de mirar a lo que uno está, puede saberse si Andreína, la pescadera, va con prisa, o si Rubén, el hijo pequeño de Marta, corre hoy más torpe porque su madre le puso las botas de su hermano mayor. Sabremos también, a nada que escuchemos con atención, si Ismael, el cartero, se va recuperando de la cojera que le provocó el accidente de moto, o si Carla, la niña más guapa del pueblo, está hoy alegre y saltarina, o arrastra sus zapatos y sus penas porque ha vuelto a discutir con alguno de sus cinco hermanos.

La mañana que Tristán decidió pintar la puerta de su casa de color azul, puso sus ojos en la brocha, la puerta y el bote de pintura, y sus oídos en los andares de sus paisanos. Se sorprendió de lo transitada que podía llegar a ser la calle donde vivía. No llevaba dos brochazos cuando llegó a sus oídos el ritmo acelerado y el sonido punzante y agudo de los tacones de Dominique, la profesora de francés, que cesaron por unos segundos, para proseguir enseguida, pero con algo menos de urgencia. Llegó luego el caminar pausado e inconfundible de Guillermo, el pescador, y sus enormes zancadas amortiguadas por las suelas de goma de sus botas de agua. También él se detuvo, el tiempo justo que hubiera correspondido a dos zancadas, y prosiguió su camino tal como vino, como si la parada hubiera sido un silencio en el pentagrama de su caminata matinal. Probablemente se cruzó con el alcalde, cuyas pisadas de zapato nuevo y caro ya se habían detenido una docena de metros antes para consultar una llamada al móvil, y que ahora se volvían a parar frente a la puerta de su casa. Tristán no respiró tranquilo hasta que escuchó nuevamente sus pasos calle abajo. No le caía bien. Entonces, las pisadas cesaron de nuevo, y comenzaron a ganar volumen, lo que sin duda indicaba que el alcalde se había dado la vuelta y volvía. Una gota de azul tembló nerviosa en la brocha y cayó en el escalón de terrazo de su portal. Los zapatos caros y nuevos dejaron de sonar justo detrás suyo. Otra gota le cayó entonces en el pantalón. Dejó la brocha, se limpió como pudo y con un pincel más pequeño, comenzó a retocar y tapar algunas grietas acercándose más a la puerta. Dos manchones más tarde oyó un paso, un solo paso. Dejó de respirar, esperando escuchar el segundo algo más lejos. Pero nada. Tan sólo el canto de los gorriones en los tejados y el rumor lejano del oleaje. Hasta que algo parecido al roce de un zapato que bailara sobre una acera de arenisca arañó a sus oídos. El alcalde apagaba su puro y retomaba su camino calle abajo. Tristán resoplaba aliviado. Y bastante incómodo por la expectación que estaba provocando su puerta azul.

No pasó demasiado tiempo hasta que volvió a oír que alguien se acercaba. Era demasiado irregular para ser un vals, pero el susurro arrastrado de las alpargatas de Julián y el toque quedo y desacompasado de su bastón, componían una cadencia que a Tristán siempre se le había antojado bailable de haber sido algo más rápida. Decidió concentrarse en lo que estaba haciendo y olvidarse un poco de Julián y de lo que ocurriera detrás suyo. Sin embargo, tan sólo después de tres brochazos había vuelto a perder los nervios. Ahora era el silencio el que lo estaba desquiciando. Hacía ya un buen rato que ni el bastón ni las alpargatas de Julián interpretaban su particular ritmo ternario. Tristán esperó, convencido de que el viejo se estaba tomando su tiempo para verter alguna ruda crítica sobre el color, el tipo de pintura o lo inadecuado del día para aquella faena. Lo que fuera, con tal de vaciarle encima su habitual amargura y malhumor. Así que se armó de paciencia y se preparó para buscar la contestación más tajante y descortés que se le ocurriera. Pero ningún nuevo sonido se produjo a sus espaldas. Ni una palabra. Ni un paso. Silencio. Se estaba cansando de este juego que sólo se hacía llevadero mientras hubiera algo que escuchar, y que se volvía insoportable cuando el silencio, lejos de transmitir ausencias, era fruto de alguna voluntad perversa.

No pudo aguantar más y se giró. Desconcertado, comprobó que Julián ni siquiera lo miraba. Ni a él, ni a su puerta. La mano que no sujetaba el bastón le estaba temblando y tenía la vista clavada en un papel pegado en la fachada de enfrente. Cuando el anciano volvió la cabeza, Tristán se quedó helado: en aquella mirada perdida se condensaban la eternidad y el vacío con una intensidad que nunca hubiera podido imaginar. Y comenzó a vislumbrar lo que uno debe sentir cuando el amigo de tu niñez, el que te acompañó como una sombra a pescar, a robar cerezas o a poner monedas en la vía del tren, te mira ahora, como congelado en el tiempo, desde la foto de una esquela.

Todos conocían a Marcelo. Todos, cada uno a su modo, habían detenido sus pasos y el ritmo de sus vidas en un breve y sencillo adiós. Es lo bueno de los pueblos pequeños.

Tristán no tuvo fuerza para continuar poniendo azul en su puerta. Y pensó que acompañar a Julián era sin duda lo más oportuno. Pasearon toda la mañana y ninguno de los dos se atrevió a romper el silencio hasta la despedida frente la puerta a medio pintar.

De allí a tres días, Tristán decidió que ya iba siendo hora de acabar lo empezado y volvió frente a su puerta con la brocha y el bote de pintura. Antes de comenzar a pintar se volvió hacia la fachada detrás suyo. No había ninguna esquela. Recordó una antigua canción de marinos que le enseñó su padre y se puso a silbar. Lo bueno de los pueblos pequeños es que la mayoría de los días no muere nadie, y el sol luce entonces sin impedimentos en la mirada de sus habitantes.


Juan Luis Blanco
8/3/2010

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias, me has hecho recordar que mis ojos se lubrican y que ocasionalmente, como por arte de magia, hay frases y cambios de ritmo que me sacan de los automatismos y me hacen sentir tan vivo que el hombrecillo encargado de lubricar los ojos, al estar tan embriagado como yo de lo que acabo de leer, se le olvida la dosis a aplicar y hace que lagrimas resbalen por mis mejillas; me gusta, me hace sentirme vivo y con capacidad de emoción.

Juan Luis dijo...

Gracias a ti por leerme y por comentar tus impresiones. Si Tristán, Julián y el resto de personajes de ese pequeño pueblo imaginario han conseguido emocionarte y hacerte sentir vivo, me alegro muchísimo. No puedo imaginar un premio mejor para un cuento cuyas pretensiones se ven ahora superadas con creces.

Un saludo

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