Sin pies ni cabeza

miércoles, 24 de febrero de 2010

A Cándido le gustaba presumir de tener los pies en el suelo. En concreto 100. Y con palpable orgullo solía afirmar que los ciempiés eran los seres que más en contacto vivían con la tierra que pisaban. Sin embargo, no le agradaba admitir lo complejo que le resultaba gestionar sus pasos, y en ocasiones, envidiaba a muchos animales a quienes bastaban tan sólo cuatro, o incluso dos patas, para entender y moverse por el mundo. Así que, para simplificar, se habituó a centrar su atención en sus 12 primeros pies, al fin y al cabo, los otros 88 iban a pisar en el mismo lugar, y 12 era un número muy por encima del que la mayoría de las especies conocidas disponían. Y no resultó mal sistema. Todo era más sencillo y vivía más tranquilo.

Un luminoso día de primavera dejó de sentir el contacto con el suelo. Maravillado, comprobó que volaba. Y se sintió ligero, feliz, diferente, superior. Un ciempiés volador. Estaba encantado con su nueva capacidad y con el sinfín de oportunidades que le brindaba. Fascinado sobrevoló entonces un nido, y observó patidifuso tres pajarillos que lo miraban igualmente boquiabiertos. Luego, por arte de magia, el sol desapareció. Corren rumores de que el pinzón lo agarró por la pata 53.


Juan Luis Blanco
24/2/2010

Nora

domingo, 21 de febrero de 2010



Quiso la suerte que el día que Nora, la dorada, decidió terminar con su vida saltando por la ventana desde su pecera, pasara por la calle aquel camión de conservas que, en la primera curva, la envió de nuevo al mar. Allí, sin poder creérselo todavía, vio cómo Graciela, la estrella de mar, la recibía radiante con sus cinco brazos abiertos. Nora aleteó feliz, inmensamente feliz, hasta que de pronto se percató de que, al contrario que en su pecera, allí todas las direcciones eran posibles.



Juan Luis Blanco
19/2/2010

Temporal




Aquel único día de febrero hubiera bastado para saber lo que es un invierno. Y aquel temporal había hecho enmudecer hasta al más veterano de los pescadores que, hasta ayer mismo, paseaban sus huesos artríticos y sus hazañas por los diques del puerto. Y sin embargo, María decidió acercarse hasta el rompeolas, a pesar de que la naturaleza, en un despliegue descarado de sus peores modales, se empeñaba en gritarle que no.

Nadie la ayudó a recoger el amasijo de alambres y telas de flores en que se había convertido su paraguas cuando huyó de sus frías manos empujado por el vendaval. Al tercer paso de su tímida persecución se dio cuenta de que nunca lo alcanzaría, y de que, además, no merecía la pena. Ya estaba empapada y, quizás, la mano que le acababa de quedar libre podría serle más útil para sujetarse el gorro o el cuello del chubasquero.

Únicamente tres dedos quedaban visibles en el borde de aquella cortina que, en una de las ventanas de las casitas del puerto, volvió apresuradamente a cerrarse. Y tan real como el escalofrío que un golpe de viento le acababa de producir desde el espinazo hasta la nuca, era la mirada de lástima y desaprobación que intuyó tras aquella tela verde oliva. Y aún así, continuó caminando, peleando de frente contra un muro de aire y agua que por momentos se hacía impenetrable.

Hacía mucho frío y todo se estaba volviendo borroso, oscuro y grisáceo. Como si los colores hubieran decidido emigrar en busca de un clima más amable. A ratos, el viento ganaba la batalla y sus pies retrocedían patinando sobre el pavimento. El agua le caía como una cascada desde arriba, o la golpeaba desde cualquier lado según el capricho del viento, o le venía desde abajo cuando el vendaval levantaba los charcos del suelo. Pero estaba decidida. Quería llegar al rompeolas. Quería sentir el temporal y la furia del mar, y que el bramido de las olas se impusiera, ensordecedor, sobre las voces que ella no había podido acallar.

Estaba llegando. Ni un sólo ser vivo se cruzó en su camino, y, mientras divisaba las enormes estelas de espuma de las olas al chocar contra el dique, se pregunto dónde demonios estarían entonces los peces, los cangrejos, las medusas... Ya frente a frente con el mar, no tuvo tiempo de buscar una respuesta. Una brutal ráfaga de viento la arrojó al suelo envuelta en olores de salitre y barro, dejándola a escasos metros del río que bajaba bravo y muy crecido. Todavía en el suelo, un papel arrugado le golpeó la cara y quedó atrapado entre su piel húmeda y el cuello del chubasquero.

Con la cara pegada a los adoquines, frente a aquel mar enfurecido, bajo aquel temporal despiadado, María no supo encontrar urgencia mayor que satisfacer su curiosidad, y desplegó aquel papel. Era una partitura. Bach. El agua había difuminado las notas. Las líneas de los pentagramas comenzaban ya a fundirse entre sí. No iba a ser fácil interpretar aquello. Pero lo que más llamó su atención fue que estaba lleno de tachaduras. Un lápiz, guiado al parecer por una mano furiosa, había tachado la mayor parte de los pentagramas.

Otra embestida del viento y se sintió rodando por el suelo encharcado mientras veía volar hacia las nubes aquel pedazo de papel. ¿Cómo se podía emborronar aquella obra de arte? ¿Quién pudo hacer eso? ¿Por qué? Se sentía desorientada, mojada, y empezó a tener frío y verdaderas dificultades para respirar, pero... no podía quitárselo de la cabeza ¿Qué significaban aquellos enérgicos trazos? ¿Censura? ¿Desaprobación? ¿Impotencia? Y, ¿De dónde llegó ese papel en un día como aquel? ¿Tocaban el violín los atunes? ¿Era en realidad líquida la música? ¿Serían siempre de colores las notas bajo el agua?

Tres días más tarde cesó el temporal. Entre los restos que el mar había dejado en la playa se encontraron lo que quedaba de un paraguas de flores y, semienterrada en la arena, una madeja de cuerdas y astillas de madera que en su día había sido sin duda un digno violonchelo. Muy cerca yacía el cuerpo sin vida de María.


Juan Luis Blanco
17/2/2010

Sin palabras

viernes, 12 de febrero de 2010

–¡Largo de aquí! –me dice con una sonrisa inolvidable antes de cerrar la puerta de su casa. Y mientras me dirijo levitando hacia la calle, noto su presencia en mi respiración, en mis gestos, en mis pasos ligeros. Porque Alba no me acompaña, pero está. Siempre está de algún modo.

Alba es encantadoramente contradictoria. Me maravillan su fortaleza de ala de gorrión, su fragilidad de proa de rompehielos y la elocuencia de todas y cada una de las partes de su cuerpo. Alba es un abrazo constante lleno de amor inequívoco. Te abraza con las piernas, los brazos y la mirada. Te dice que te quiere con sus dedos y con la forma de apoyar la cabeza en tu hombro. Alba prescinde, con una naturalidad asombrosa, de las palabras; y llena, en algún idioma aún sin inventar, los espacios de sentido.

Alba te pone la felicidad en el ombligo, y desde ahí la sientes expandirse por todo tu ser. Alba te sumerge en la armonía, te envuelve de bienestar, te baña de mediodía. Junto a Alba atiendes al silencio como si un maestro te hablara. Y si abres la boca, se te escapa un “gracias” naranja como una mariposa.



Juan Luis Blanco
23/11/2009

La fortaleza de mis dudas

lunes, 8 de febrero de 2010

Hoy me he levantado con la firme certeza de que soy parte de un sistema podrido. Y con una duda: ¿lloran los insectos? Y como dudar se me hace más sencillo transformo mis convicciones en preguntas: ¿puede una parte tan pequeña tener influencia en la podredumbre de un sistema? ¿y si es así, por qué parece no tenerla en la solución de sus males? Y si dudo de mis convicciones, ¡cómo no dudar aún más en mis dudas! ¿Verterán las libélulas una lágrima por cada uno de sus infinitos ojos? ¿Serán algún día mis certezas algo mas fuertes que sus alas?


Juan Luis Blanco
2009/12/16

Tiempo de caracoles

sábado, 6 de febrero de 2010

Bernardo, el caracol, decidió olvidar sus prisas y se detuvo. Recordó entonces sus años jóvenes, cuando su caparazón ocupaba apenas la mitad. Y se dió cuenta de que retroceder al pasado era como buscar refugio en lo más estrecho y oscuro de ese túnel menguante que era su propia concha. Y que el presente coincidía con el límite donde su coraza terminaba. Y que el futuro era inmaterial y estaba aún por construir. Supo entonces que el paso del tiempo no haría sino ampliar su contacto con el presente y su visión del mundo. Y se felicitó.


Juan Luis Blanco
6/2/2010

Alma de río

jueves, 4 de febrero de 2010


Bajan por el río crecido ramas, troncos, árboles... Algunos arrancados de raíz. Nadie se pregunta de dónde provienen, de qué lugar han sido desterrados. Se diría, por su formidable aspecto de titán vencido, que algunos proceden de valles salvajes donde las fuerzas de la naturaleza todavía se despliegan en libertad. Otros, sin embargo, parece que añoraran alguno de esos jardines que, pegados a alguna ribera de hormigón, nacieron para disfrazar de verde los espacios inútiles de los polígonos industriales. En cualquier caso, se presiente en su lenta e inevitable deriva un dolor resignado, el resto de una antigua dignidad teñida ahora de melancolía.

Están luego las infinitas ramas de tamaño menor, y las más pequeñas, y las casi insignificantes, que tratan de combatir su desolación de partes desgajadas agrupándose, anónimas y frágiles, en pequeñas islas vegetales que conforman un mapa imposible de archipiélagos móviles.

Flotan también trozos de madera de procedencias diversas: fragmentos astillados de puertas que en su día, vete tú a saber, quizás dieron paso a alguna maravillosa amistad, o sugirieron una media vuelta con el ruido maleducado de sus cerrojos.

Un tablero que, mutiladas sus patas, extraña los días en que fuera el centro de todas las reuniones. Cuando en su espalda sentía el calor y el aroma de las comidas, y el dulce aliento del cariño vertido junto a los alimentos en los pucheros. Cuando era testigo, bajo su vientre, del amor y los juegos de piernas entrelazadas. Cuando presenció reconciliaciones imposibles y pasiones irrefrenables.

Una caja rota que quizás fuera un cajón. Que a lo mejor albergó secretos inconfesables, objetos personales que hablaban en mil idiomas de sus dueños; o simplemente respiraba, con alivio y una pizca de envidia, los perfumes frescos y exóticos de la ropa recién lavada que le traía noticias del viento y el sol.

Una maleta vieja –¿Por el excesivo uso? ¿Quizás por que nunca viajó más allá de la puerta de un trastero?– flota independiente y solitaria en un crucero que probablemente nunca imaginó.

Un plástico naranja, un bidón oxidado, pedazos de poliuretano blanco, un objeto oscuro imposible de identificar, una pelota vieja de tenis, un bote de algún fantástico producto de limpieza que, paradojas de la vida, se transfigura en suciedad impúdica al final de sus días; llenan de cicatrices la superficie del río. Son las heridas de una civilización incivilizada. No son grandes pero son muchas. Demasiadas. Y tardarán en sanar.

Todo ello flota hoy mezclado en esta corriente terrosa en la que parece que nada se hunde. Y no hay forma de saber que ocurre bajo su opaca superficie. Y seguramente sea mejor así. Es probable que en algún lugar brille el sol y haya brotado ahora mismo una flor. No lo sé. Aquí el cielo es gris oscuro y el agua, que en los días azules y lejanos fuera espejo del cielo, se mantiene hoy imperturbable en ese marrón terco y espeso. Dicen que el hombre tuvo por primera vez consciencia de sí mismo al descubrirse reflejado en las aguas de un río. Yo hoy me miro en el río, y en sus aguas turbias no consigo verme.

¿O quizás sí?

Juan Luis Blanco
8/11/2009

Para mis afueras

martes, 2 de febrero de 2010

Bailan las dudas en mi cabeza, y hablan entre ellas de algunas certezas, como la de que hay no menos de 100.000 poetas, y otros tantos escritores, con la destreza suficiente como para reescribir esto de un modo muchísimo más bello. Y sin embargo... Sin embargo prosigo. Los dedos caen sin tregua sobre el teclado, sabiendo quien los manda –a pesar de ello–, y, resignados, tratan de acomodar en las estructuras propias del lenguaje un sinfín de pensamientos que brotan sin dirección ni objeto alguno. Es sólo necesidad. Necesidad de expresar hacia fuera, necesidad de percibir el eco de los propios pensamientos en otro lado. Y eso es esta hoja que se va llenando de símbolos: un muro que me devuelve un eco incierto, pero más ordenado.

Y pienso, ahora para mis adentros, si escribir, con ese orden que imponen las normas gramaticales, no será encorsetar, dirigir, encauzar un río de ideas que de otro modo se desparramarían naturalmente en todas direcciones. ¿y si pienso, escribo y no releo, y dejo que todo fluya por momentos, y recuerdo algunas amapolas en una cuneta aquel día de viento? y los coches a toda velocidad, claro, a lo mejor no era el viento. Miles de cristales pequeñitos que llenan los arcenes de las carreteras. Brillitos. Asfalto. Meseta amarilla, sol de justicia, azul profundo e inmenso. Viajar.
Con mi padre. Siendo extranjero y volviendo a sus orígenes, a mis orígenes. A la tierra seca. Olvidar las nubes, el verde, el barro, los nublados, la añoranza del sol, las mareas. Si, ya se van desparramando, y necesito respirar, y dejo      unos      espacios      para que tu imagines y yo descanse. El tiempo justo para recordar una melena ajena y rubia golpeando mi cara. Otra vez viento, y calor. ¿Era rubia? No lo sé, era ajena y estaba lo suficientemente cerca. Tampoco hacen falta todos los detalles. Pero allí si había mareas. Subiendo y bajando, cíclicas. No, no voy a borrar lo de cíclicas, ahí se queda para mi disgusto y el tuyo quizás. Pero ya ves como la cosa va de otra manera, y sin embargo, tan bien que nos han educado, siguen cayendo casi todos los acentos en el lugar que les corresponde, y me aterroriza alterar la ortografía o cambiar el orden de las palabras en una frase, no sea que no se me entienda, y pongo comas para que tomes aire, y caigo nuevamente en la tiranía de la gramática, y mi pensamiento, cansado, se acomoda a las estructuras habituales, cotidianas. Y mis dedos son ahora más lentos. Y el desasosiego en mi estómago se hace, ¿cómo lo diría? Más..., más... Si, más llebadero. ¡Si!

Juan Luis Blanco
2/2/2010