Aprendiz de nube

domingo, 27 de junio de 2010


No floto todavía en el aire. Ni cabalgo vientos ni me esponjo. Ni decoro horizontes, ni planto arcos iris. Pero ya lloro a cántaros. Y un día seré nube.


Juan Luis Blanco
22/6/2010

Sueño desesperado

sábado, 26 de junio de 2010
Circular y deslavazado el pensamiento parece habitar bajo el estómago en una espiral tensa como el muelle de un reloj. Mil pequeñas causas y ninguna en concreto se arremolinan como hilos en una madeja de desesperación que crece a medida que gira. Hilos como culebras infinitas, como intestinos que se engullen a sí mismos. No hay galaxias, no hay flores, ni mar, ni brisa, ni colores. Una oscuridad inútil niega el mundo a mi alrededor y me obliga a seguir chapoteando en el torbellino implacable de mi pensamiento. Un pensamiento circular y deslavazado que habita bajo el estómago en una espiral tensa como el muelle de un reloj. Son mil pequeñas causas y ninguna en concreto: el insomnio ha vuelto a vencer hoy, la desesperanza se ha hecho un hueco a mi lado y sueño despierto con dormir.


Juan Luis Blanco
12/6/2010

Felpudos

miércoles, 2 de junio de 2010

Erika no sabía de raíces. A lo más entendía lo que era un ancla, y no es de extrañar que un día la levara —dejando atrás su trabajo y su casa— y decidiera comerse a dentelladas la vida, respirar a grandes bocanadas su presente y comprobar en qué punto del horizonte comienza uno a olvidar los nombres de los días.

Vivió un tiempo en su furgoneta y para sentirla su casa, le compró un felpudo rojo. Valles, torrentes, llanuras, montañas... fueron siempre hermosos los paisajes que cada día contemplaba desde su hogar móvil, que comenzaba allí donde ella colocaba su felpudo ambulante: el más envidiado de los felpudos del mundo probablemente.

Un día Erika dejó también su furgoneta, y a su felpudo rojo le salieron alas. En él cruzó no hace mucho el Atlántico, en busca de montañas y nieves eternas donde instalar pequeños hogares transitorios y caminar cuesta arriba hasta donde el suelo termina.


Felpudos (II)



Mauro jugaba en silencio. Su padre lo miraba extasiado y sin decir palabra. Parecía que se hubieran conjurado para no interrumpir la apacible armonía que el arrullo rítmico de las olas había establecido. El sol, cada vez más anaranjado, comenzaba a dar un respiro y vestía con presagios otoñales la ladera amarillenta de la montaña.

Mauro seguía absorto en sus piedras, maderos y botes. A veces caminaba hacia la orilla y era silueta de niño. A ratos se acercaba y era todo ojos. Aquel día su padre descubrió que Mauro sabía dibujar figuras geométricas y que le gustaban especialmente los triángulos. De entre aquellas figuras que poblaban la arena un rectángulo extraordinariamente preciso llamó su atención. Una sombría premonición le hizo ver en aquella forma el felpudo marrón que tenían a la puerta de casa.

Mauro descubriría a los pocos días que, a diferencia que en casa de su madre, el felpudo que de allí en adelante le daría la bienvenida en la de su padre era casi como aquel sol que ahora les decía adiós: semicircular y naranja. No es extraño que también a él se le hiciera un poco cuesta arriba acostumbrarse a la idea de tener un padre, una madre y dos felpudos.


Felpudos (III)



El día que le contó que lo dejaba todo para irse a los Andes, Julio se acordó del felpudo ambulante de Erika, y sin saber bien porqué, viajó en el tiempo hasta la tarde en que su hijo comenzó a dibujar figuras geométricas. Desde aquel día Julio y Mauro habían pasado muchas tardes solos, y luego algunas en compañía, y luego otras mas solos. La vida zigzagueaba, y así la aceptaban, pero a veces tenían la sensación de que los planes les nacían ya torcidos y con un marcado carácter perecedero.

Julio sentía desde hace tiempo la necesidad de compartir un plan ambicioso con su hijo. Un proyecto que se cumpliera y fuera perdurable, duradero, memorable. Algo con una firme vocación de permanencia. Y así, Mauro escuchó maravillado cómo, con la ayuda de Erika, iban a construir el triángulo más grande del mundo. Para ello, de entre las piedras que Mauro seleccionó aquel día de otoño eligieron tres. De entre esas tres dieron a elegir una a Erika. Y hoy esa piedra, el primer vértice de su fabuloso triángulo, está en la cima del Tocllaraju, o del Urus, o del Ishinca —Erika nos lo dirá un día—, a casi 6000 metros sobre sus cabezas. Las otras dos aguardan pacientes, bajo la base del mapa mundi que ilumina los sueños de Mauro, a que alguien se embarque en expediciones a otras partes del mundo, a otras cimas donde solo algunos elegidos llegan.

Los dos saben que algún día completarán ese gigantesco triángulo, y lo dibujarán tal cual es sobre el globo terráqueo. Y mirarán al cielo sabiéndolo ahí encima, transparente, inmutable, permanente. Un inmenso tejado de cristal para una casa sin puertas, a la que, como podéis ya suponer, no podrá faltarle un felpudo. Pero ¿dónde lo colocarán si la casa carece de puerta? La sutil sonrisa y los enormes ojos soñadores de Mauro parecen buscar respuestas en las nubes. En su mente se está gestando un nuevo plan: recorrerán todo el perímetro de aquel fantástico triángulo en busca de un lugar donde sientan que el aire les da la bienvenida. Y cuando lo encuentren, colocarán allí un felpudo. Un felpudo triangular y verde.


Juan Luis Blanco
2/6/2010