En la misma medida en que perdemos vigor y fortaleza, extraviamos, sin darnos casi cuenta, muchos complejos. Parece de justicia.
Sin embargo, ya con mi saco de complejos medio vacío —hoy me he levantado optimista—, tampoco me cuesta reconocer que me provocan escalofríos de entusiasmo algunos experimentos sonoros que, muy probablemente, sólo un adolescente como aquel podría ayudarme a etiquetar. Y mientras el horizonte cambia de aspecto, que no de lugar, pienso que a lo mejor sentirse pleno es solamente eso: mirar hacia atrás con satisfacción y sin reparos; y hacia adelante con curiosidad y una sonrisa.
El chico amable ha cogido su mochila y se ha bajado en Castejón. Sospecho que en la siguiente parada soy yo quien tendrá ocasión de demostrar simultáneamente mi buena educación y la debilidad de mis hombros eternamente convalecientes. Mientras me pregunto cómo haré para bajar aquel enorme bulto fucsia de allí arriba, me asalta una duda, práctica en su origen, y existencial pocos segundos más tarde: ¿Es acertado emprender un viaje con un equipaje que uno mismo no puede acarrear? Abierto el baúl de las dudas, no es sencillo contenerse: y si atiborramos nuestra maleta de pertenencias, ¿quedará algún hueco para las sorpresas que encontremos en el camino?
El tren vuelve a avanzar. Y mi pensamiento entra en ese bucle frenético y misterioso que precede al sueño: acelero, descarrilo, parpadeo, me retraso, deliro, salto, tarareo, trigo, Lisboa, cruce, nube, noche, paz. Sueño.

08/05/2012