No la conocía demasiado. Lo suficiente para saber que nada en su vida fue fácil, que algunas tardes paseaba hasta el faro con su amiga de la niñez y que en ocasiones se hacía acompañar por un café en la fría terraza del puerto. Que nadie recuerda si alguna vez la fortuna caminó a su lado. Que si algún día el azar se equivocara, y los agraciados por la lotería fueramos todos, ella habría perdido su boleto. Que la “s” del diccionario era probablemente el único lugar donde alguna vez encontró la suerte.No la conocía demasiado, pero sospechaba que nada bueno podía significar aquel pañuelo rojo con que ocultaba su cabeza pelada, que su rostro era la clara imagen de la terrible factura que estaba pagando por seguir viva y que su silencio no era ya tanto timidez como desesperanzada resignación.
No la conocía demasiado, pero me alegré mucho el día que volvi a ver aquella exigua mata de pelo sobre su cabeza, la tarde en que descubrí que en algún ignoto lugar encontró la fuerza para superar el cáncer, el momento en que celebré que su encomiable esfuerzo se viera por una vez recompensado.
No la conocía demasiado. Perdí todas las ocasiones de hacerlo. Esta mañana la atropelló un tractor. Desparramó su vida sobre los adoquines. Siento vergüenza de estar vivo, de ser afortunado, de estar respirando la suerte que ella nunca disfrutó. Compro al precio que sea un manual para proyectar paraísos. Necesito urgentemente construír un cielo para ella.

22/2/2011



