Fuegos de azar

miércoles, 1 de abril de 2015

Hugo sabía que la probabilidad de que lo alcanzara un rayo era mucho mayor que la de que le tocara la primitiva. Era fácil de probar matemáticamente. Pero aunque nunca hubiera podido confirmarlo mediante ninguna fórmula, ley o teorema, estaba convencido de que cualquiera de esos dos inverosímiles sucesos eran mucho más probables que conseguir un trabajo remunerado. De modo que llevaba tiempo acudiendo cada tarde de tormenta al centro de aquella plaza, frente a la administración de doña Casilda, a probar suerte, a medir la fatalidad o la fortuna, a averiguar empíricamente si ser diana de rayo era realmente más fácil que ser ganador de la primitiva. Nadie supo decidir si este hábito respondía a una actitud suicida incipiente, o a un órdago insolente a las leyes del azar. Lo que quedó meridianamente claro desde el principio fue que nadie en su sano juicio estaba dispuesto a dar trabajo a aquel tipo. De modo que allí siguió, año tras año, tormenta tras tormenta, anotando los segundos entre los seis primeros truenos y rellenando los boletos con el valor de los intervalos entre aquellos rayos errados, empapado, tembloroso y cagándose en las putas leyes de la probabilidad.

Y así continuó, vivo y pobre durante mucho tiempo. Hasta que un rayo achicharró a doña Casilda y su vieja administración, y su maltrecho marido, a pesar de avanzar torcido, desorientado y ciego de ira por el fatal infortunio —pero más si cabe por la pésima puntería del destino— tuvo la suerte de acertarle los seis balazos en el pecho.


Juan Luis Blanco
30/03/2015