El tesoro de Alzuza

martes, 28 de septiembre de 2010
El viento es frío. Del noroeste. Sin brújula ni guía, encapotado el cielo y cerrado el planetario, no hay carta ni firmamento que nos oriente. En la calle Estafeta un mar de gente grita, ríe, nos zarandea. Atentos a sus movimientos aguantamos como podemos sus embates pero, inesperadamente, una marejada de ausencias nos inunda desde estribor. Entre recuerdos y escalofríos nos dejamos ir a la deriva. Esa primera noche llegamos hasta el valle de Ulzama, donde echamos ancla. Con las primeras luces retomamos nuestra singladura. La proa de nuestra furgoneta salpica de espuma blanca el asfalto mientras mi pequeño grumete entona canciones de piratas. Continuamos hacia el sur. Ostiz, Zandio, Osacáin, Antxoritz, Oricáin, Arre... Por fin Alzuza. Estamos muy cerca del tesoro que habíamos venido a buscar. Allí están. Decenas de cofres negros, pero... están todos vacíos... ...la imagen de un viejo pirata de barba blanca se nos aparece entre reflejos anaranjados, y escuchamos los ecos de una voz que brama: ¡lo que falta es tan importante como lo que está!

—O más amigo Jorge. Hay días en que lo que falta lo es todo.

Con nuestro liviano tesoro en las bodegas nos dejamos empujar por el viento hasta Nagore, donde, por primera vez en nuestras vidas, entramos en un valle muerto. Varias decenas de metros sobre nuestras cabezas, extendiéndose sobre las verticales laderas del cañón, un horizonte fantasma separa la parte de las montañas que quedó sobre el agua y el árido inframundo que un día estuvo sumergido. De esa linea hacia abajo todo es yermo, gris, uniforme. Nuestras sombras, que con los años van igualándose en longitud, se arrastran en dirección al pueblo naufragado de Itoitz por un inquietante fondo polvoriento y seco. Y la voz bronca de Jorge resuena todavía entre las paredes de caliza. Igual que en sus misteriosas esculturas, nunca había sentido tan presente lo que no estaba: ¡lo que falta es tan importante como lo que está!

—Y tanto amigo Jorge. También hay lugares en que lo que falta lo es todo.


Juan Luis Blanco
26/09/2010

Terceros tiempos

miércoles, 15 de septiembre de 2010
A sus 78 años, Sofía había disfrutado de las vacaciones más largas de su vida: dos semanas en Benidorm. Volvió con más ganas que nunca de abrir su vieja zapatería. Echaba de menos las largas charlas con sus clientes habituales, quienes le hacían, si nada alteraba sus rutinas, al menos una visita diaria. A última hora de esa primera mañana, algo tarde para lo que solía acostumbrar, se presentó Agustina, con una mancha de pintura color marfil encima de su sonrisa. En pocos minutos le puso al corriente de lo costoso que le estaba resultando aquel año pintar la persiana de su relojería. No compró nada. Nunca lo hacía. De hecho, aparte de las sonrisas, los besos y los sabios consejos de Sofía, en los últimos tres años nadie se había llevado nada de aquella zapatería.

Agustina volvió a rematar los últimos detalles de la tercera mano de pintura que había dado a su persiana. La última capa todavía brillaba fresca y grumosa. En la acera, como un firmamento desplomado, cientos de gotas de color marfil bosquejaban nuevas constelaciones que se iban completando y complicando cada año, y que no eran más que el reflejo del avance de una enfermedad que el tiempo, aquel que antaño todo lo curaba, no iba a hacer otra cosa que agravar. Hacía más de mil días que en aquella tienda no se oían ya ni campanadas, ni cantos de cuco, ni tic-tacs. Pero ni el tiempo ni la enfermedad de Parkinson iban a detenerse por eso. Mientras recogía las brochas Agustina escuchó los pasos cada vez más torpes de Renato. Éste cambió la bolsa de mano y la saludó escueta pero cariñosamente mientras se preguntaba cuál podía ser el objeto de pintar cada año la persiana de un comercio que llevaba tiempo cerrado.

Renato, que había visto crecer a Sofía y Agustina, nunca pudo soportar parecer un inútil, y entre el orgullo de marino viejo y la exigua reserva de vitalidad que aún conservaba, reunía la energía necesaria para acercarse todos los mediodías al contenedor para echar la basura. Aunque su hijo Javier nunca se lo pidió, Renato no soportaba verlo bajar de casa con la bolsa de basura mientras él permanecía tendido en el sofá. De modo que un día, sin mediar palabra, comenzó a bajarla él mismo. A pesar de que Javier — pensando quizás que su padre no se daba cuenta— llenaba cada vez menos las bolsas, Renato notaba que las idas y venidas al contenedor se hacían cada vez más largas. Lo que primero fueron diez minutos, se convirtieron pronto en quince, y luego, a medida que la torpeza fue sugiriendo acortar los pasos y cuidar el equilibrio, llegaron a ser casi veinticinco. Lo que Renato no podía saber es que aquella mañana, el paseo hasta el contenedor le iba a llevar todo lo que le quedaba de vida.

A Javier se le hizo muy pesado atender a toda la gente que acudió al velatorio de su padre. Únicamente cuando los dejaron a solas pudo mirarlo con calma y despedirse de él en silencio. Sabía que en algún momento él también tendría que irse pero en su cuerpo ningún músculo parecía obedecer. Cuando por fin comenzó a dar la media vuelta más dura de su vida, algo llamó su atención: su padre, que siempre calzó alpargatas azules y adivinaba la hora con sólo levantar la vista al cielo, llevaba ahora unos lustrosos zapatos de cuero marrón y un impecable reloj de muñeca detenido en la hora exacta de su fallecimiento. Recordó con ternura el torpe caminar de su padre, la sonrisa sin dientes de Sofía y la mirada miope de la relojera. Embriagado de admiración, cerró la puerta tras de sí y, aunque no hubiera sabido explicar por qué, sonrió.


Juan Luis Blanco
15/09/2010

Gloria

miércoles, 1 de septiembre de 2010
—¿Cómo lo llamas? ¿Rotonda o glorieta? —preguntó ella para iniciar la conversación.

Mientras giraba el volante preguntándose sobre la pertinencia de algunos diminutivos, a él le vino a la memoria “la gloria”, una especie de horno que el tío Santos encendía las gélidas mañanas del invierno palentino y cuyo calor dulce se repartía por debajo del suelo del salón de su casa. En uno de esos saltos que sólo la imaginación puede dar, se vio de repente desnudo, tumbado en una roca al sol, después de un refrescante paseo submarino por los fondos de una solitaria cala en la Costa Brava. La felicidad convertida en una sensación casi física, como las gotas que todavía se escurrían por su cuerpo, como la dureza tibia de la roca bajo su espalda, como el calor del sol aliviando algún que otro escalofrío.

Y le dió por pensar que nada de eso tenía que ver con el asfalto, fuera cual fuese el tamaño o la forma que éste tuviera.

—Rotonda —respondió él.

—Yo lo llamo rotonda —repitió con una sonrisa que había emergido en su cara desde el recuerdo de algún paisaje marino o de algún sueño con sirenas.



Juan Luis Blanco
11/08/2010