Se busca...

miércoles, 15 de diciembre de 2010
Ya me han robado la bici. Antes de que ocurriera ya me preguntaba quién iba a ser. Sospecho de un hombre de barba blanca al que nunca he visto. No se llevó gran cosa pues yo diría que había ya más óxido que bicicleta. Aún así, creo que la parrilla le será útil para llevar su bolsa de ropa vieja y el raído saco de dormir. Creo que el pulpo azul le vendrá bien para atar la caja de cartón con la armónica, las botas que heredó de su amigo y el tetrabrik de vino. Creo que se le hará más húmeda la lluvia, pero menos largo el camino y más fresca la brisa de verano. Creo, sencillamente, que la necesitaba más que yo. ¿Porqué habría de creer que son los mismos los motivos que mueven a los desafortunados que sólo conocen las puertas por fuera y a los cínicos ladrones de despacho impoluto y corazón infecto?

Si alguien lo ve, avísenle que olvidó su paraguas naranja.


Juan Luis Blanco
14/12/2010

Ocupaciones

viernes, 26 de noviembre de 2010
Ni en los continuos desaires de su hijo, ni en la ausencia de su esposa, ni en la velocidad con que se sucedían los años, ni en la crisis económica ni en la bajada de su pensión. En nada de esto iba a perder el tiempo Luciano. Sentado en un banco junto al río, se encontraba bastante ocupado disfrutando del sol aquella mañana.


Juan Luis Blanco
20/10/2010

Recuerdo de nada

lunes, 11 de octubre de 2010
Me contó Lucía que una naranja en mitad de un campo de futbol se acercaría a la proporción entre el núcleo de un átomo y su capa exterior de electrones. Sí, también nuestros átomos, nuestros núcleos, nuestros electrones... Aquel día, a la vista de tanta holgura, decidí que todas las soberbias estaban de más. Meses después, durante el funeral, Lucía repitió cientos de veces el consabido “no somos nada”, olvidando —aturdida sin duda por el dolor—, que “nada” es precisamente lo que somos. No me pareció oportuno corregirle entonces y no podré hacerlo ahora. Hace tres días Lucía se marchó. Son también tres los días que llevo maldiciendo la física: si es nada lo que ha cambiado de lugar ¡que me explique alguien por qué ha dejado un vacío tan grande!



Juan Luis Blanco
11/10/2010

Otoño

domingo, 10 de octubre de 2010

Es triste el otoño. Con sus suaves susurros de despedida. Con su templada vocación de atardecer. Con su sol de vainilla, sus montes de canela, su viento de seda y sus olas de caramelo. En fin, ya podían todas las tristezas parecerse al otoño.


Juan Luis Blanco
8/10/2010

El tesoro de Alzuza

martes, 28 de septiembre de 2010
El viento es frío. Del noroeste. Sin brújula ni guía, encapotado el cielo y cerrado el planetario, no hay carta ni firmamento que nos oriente. En la calle Estafeta un mar de gente grita, ríe, nos zarandea. Atentos a sus movimientos aguantamos como podemos sus embates pero, inesperadamente, una marejada de ausencias nos inunda desde estribor. Entre recuerdos y escalofríos nos dejamos ir a la deriva. Esa primera noche llegamos hasta el valle de Ulzama, donde echamos ancla. Con las primeras luces retomamos nuestra singladura. La proa de nuestra furgoneta salpica de espuma blanca el asfalto mientras mi pequeño grumete entona canciones de piratas. Continuamos hacia el sur. Ostiz, Zandio, Osacáin, Antxoritz, Oricáin, Arre... Por fin Alzuza. Estamos muy cerca del tesoro que habíamos venido a buscar. Allí están. Decenas de cofres negros, pero... están todos vacíos... ...la imagen de un viejo pirata de barba blanca se nos aparece entre reflejos anaranjados, y escuchamos los ecos de una voz que brama: ¡lo que falta es tan importante como lo que está!

—O más amigo Jorge. Hay días en que lo que falta lo es todo.

Con nuestro liviano tesoro en las bodegas nos dejamos empujar por el viento hasta Nagore, donde, por primera vez en nuestras vidas, entramos en un valle muerto. Varias decenas de metros sobre nuestras cabezas, extendiéndose sobre las verticales laderas del cañón, un horizonte fantasma separa la parte de las montañas que quedó sobre el agua y el árido inframundo que un día estuvo sumergido. De esa linea hacia abajo todo es yermo, gris, uniforme. Nuestras sombras, que con los años van igualándose en longitud, se arrastran en dirección al pueblo naufragado de Itoitz por un inquietante fondo polvoriento y seco. Y la voz bronca de Jorge resuena todavía entre las paredes de caliza. Igual que en sus misteriosas esculturas, nunca había sentido tan presente lo que no estaba: ¡lo que falta es tan importante como lo que está!

—Y tanto amigo Jorge. También hay lugares en que lo que falta lo es todo.


Juan Luis Blanco
26/09/2010

Terceros tiempos

miércoles, 15 de septiembre de 2010
A sus 78 años, Sofía había disfrutado de las vacaciones más largas de su vida: dos semanas en Benidorm. Volvió con más ganas que nunca de abrir su vieja zapatería. Echaba de menos las largas charlas con sus clientes habituales, quienes le hacían, si nada alteraba sus rutinas, al menos una visita diaria. A última hora de esa primera mañana, algo tarde para lo que solía acostumbrar, se presentó Agustina, con una mancha de pintura color marfil encima de su sonrisa. En pocos minutos le puso al corriente de lo costoso que le estaba resultando aquel año pintar la persiana de su relojería. No compró nada. Nunca lo hacía. De hecho, aparte de las sonrisas, los besos y los sabios consejos de Sofía, en los últimos tres años nadie se había llevado nada de aquella zapatería.

Agustina volvió a rematar los últimos detalles de la tercera mano de pintura que había dado a su persiana. La última capa todavía brillaba fresca y grumosa. En la acera, como un firmamento desplomado, cientos de gotas de color marfil bosquejaban nuevas constelaciones que se iban completando y complicando cada año, y que no eran más que el reflejo del avance de una enfermedad que el tiempo, aquel que antaño todo lo curaba, no iba a hacer otra cosa que agravar. Hacía más de mil días que en aquella tienda no se oían ya ni campanadas, ni cantos de cuco, ni tic-tacs. Pero ni el tiempo ni la enfermedad de Parkinson iban a detenerse por eso. Mientras recogía las brochas Agustina escuchó los pasos cada vez más torpes de Renato. Éste cambió la bolsa de mano y la saludó escueta pero cariñosamente mientras se preguntaba cuál podía ser el objeto de pintar cada año la persiana de un comercio que llevaba tiempo cerrado.

Renato, que había visto crecer a Sofía y Agustina, nunca pudo soportar parecer un inútil, y entre el orgullo de marino viejo y la exigua reserva de vitalidad que aún conservaba, reunía la energía necesaria para acercarse todos los mediodías al contenedor para echar la basura. Aunque su hijo Javier nunca se lo pidió, Renato no soportaba verlo bajar de casa con la bolsa de basura mientras él permanecía tendido en el sofá. De modo que un día, sin mediar palabra, comenzó a bajarla él mismo. A pesar de que Javier — pensando quizás que su padre no se daba cuenta— llenaba cada vez menos las bolsas, Renato notaba que las idas y venidas al contenedor se hacían cada vez más largas. Lo que primero fueron diez minutos, se convirtieron pronto en quince, y luego, a medida que la torpeza fue sugiriendo acortar los pasos y cuidar el equilibrio, llegaron a ser casi veinticinco. Lo que Renato no podía saber es que aquella mañana, el paseo hasta el contenedor le iba a llevar todo lo que le quedaba de vida.

A Javier se le hizo muy pesado atender a toda la gente que acudió al velatorio de su padre. Únicamente cuando los dejaron a solas pudo mirarlo con calma y despedirse de él en silencio. Sabía que en algún momento él también tendría que irse pero en su cuerpo ningún músculo parecía obedecer. Cuando por fin comenzó a dar la media vuelta más dura de su vida, algo llamó su atención: su padre, que siempre calzó alpargatas azules y adivinaba la hora con sólo levantar la vista al cielo, llevaba ahora unos lustrosos zapatos de cuero marrón y un impecable reloj de muñeca detenido en la hora exacta de su fallecimiento. Recordó con ternura el torpe caminar de su padre, la sonrisa sin dientes de Sofía y la mirada miope de la relojera. Embriagado de admiración, cerró la puerta tras de sí y, aunque no hubiera sabido explicar por qué, sonrió.


Juan Luis Blanco
15/09/2010

Gloria

miércoles, 1 de septiembre de 2010
—¿Cómo lo llamas? ¿Rotonda o glorieta? —preguntó ella para iniciar la conversación.

Mientras giraba el volante preguntándose sobre la pertinencia de algunos diminutivos, a él le vino a la memoria “la gloria”, una especie de horno que el tío Santos encendía las gélidas mañanas del invierno palentino y cuyo calor dulce se repartía por debajo del suelo del salón de su casa. En uno de esos saltos que sólo la imaginación puede dar, se vio de repente desnudo, tumbado en una roca al sol, después de un refrescante paseo submarino por los fondos de una solitaria cala en la Costa Brava. La felicidad convertida en una sensación casi física, como las gotas que todavía se escurrían por su cuerpo, como la dureza tibia de la roca bajo su espalda, como el calor del sol aliviando algún que otro escalofrío.

Y le dió por pensar que nada de eso tenía que ver con el asfalto, fuera cual fuese el tamaño o la forma que éste tuviera.

—Rotonda —respondió él.

—Yo lo llamo rotonda —repitió con una sonrisa que había emergido en su cara desde el recuerdo de algún paisaje marino o de algún sueño con sirenas.



Juan Luis Blanco
11/08/2010

Aprendiz de nube

domingo, 27 de junio de 2010


No floto todavía en el aire. Ni cabalgo vientos ni me esponjo. Ni decoro horizontes, ni planto arcos iris. Pero ya lloro a cántaros. Y un día seré nube.


Juan Luis Blanco
22/6/2010

Sueño desesperado

sábado, 26 de junio de 2010
Circular y deslavazado el pensamiento parece habitar bajo el estómago en una espiral tensa como el muelle de un reloj. Mil pequeñas causas y ninguna en concreto se arremolinan como hilos en una madeja de desesperación que crece a medida que gira. Hilos como culebras infinitas, como intestinos que se engullen a sí mismos. No hay galaxias, no hay flores, ni mar, ni brisa, ni colores. Una oscuridad inútil niega el mundo a mi alrededor y me obliga a seguir chapoteando en el torbellino implacable de mi pensamiento. Un pensamiento circular y deslavazado que habita bajo el estómago en una espiral tensa como el muelle de un reloj. Son mil pequeñas causas y ninguna en concreto: el insomnio ha vuelto a vencer hoy, la desesperanza se ha hecho un hueco a mi lado y sueño despierto con dormir.


Juan Luis Blanco
12/6/2010

Felpudos

miércoles, 2 de junio de 2010

Erika no sabía de raíces. A lo más entendía lo que era un ancla, y no es de extrañar que un día la levara —dejando atrás su trabajo y su casa— y decidiera comerse a dentelladas la vida, respirar a grandes bocanadas su presente y comprobar en qué punto del horizonte comienza uno a olvidar los nombres de los días.

Vivió un tiempo en su furgoneta y para sentirla su casa, le compró un felpudo rojo. Valles, torrentes, llanuras, montañas... fueron siempre hermosos los paisajes que cada día contemplaba desde su hogar móvil, que comenzaba allí donde ella colocaba su felpudo ambulante: el más envidiado de los felpudos del mundo probablemente.

Un día Erika dejó también su furgoneta, y a su felpudo rojo le salieron alas. En él cruzó no hace mucho el Atlántico, en busca de montañas y nieves eternas donde instalar pequeños hogares transitorios y caminar cuesta arriba hasta donde el suelo termina.


Felpudos (II)



Mauro jugaba en silencio. Su padre lo miraba extasiado y sin decir palabra. Parecía que se hubieran conjurado para no interrumpir la apacible armonía que el arrullo rítmico de las olas había establecido. El sol, cada vez más anaranjado, comenzaba a dar un respiro y vestía con presagios otoñales la ladera amarillenta de la montaña.

Mauro seguía absorto en sus piedras, maderos y botes. A veces caminaba hacia la orilla y era silueta de niño. A ratos se acercaba y era todo ojos. Aquel día su padre descubrió que Mauro sabía dibujar figuras geométricas y que le gustaban especialmente los triángulos. De entre aquellas figuras que poblaban la arena un rectángulo extraordinariamente preciso llamó su atención. Una sombría premonición le hizo ver en aquella forma el felpudo marrón que tenían a la puerta de casa.

Mauro descubriría a los pocos días que, a diferencia que en casa de su madre, el felpudo que de allí en adelante le daría la bienvenida en la de su padre era casi como aquel sol que ahora les decía adiós: semicircular y naranja. No es extraño que también a él se le hiciera un poco cuesta arriba acostumbrarse a la idea de tener un padre, una madre y dos felpudos.


Felpudos (III)



El día que le contó que lo dejaba todo para irse a los Andes, Julio se acordó del felpudo ambulante de Erika, y sin saber bien porqué, viajó en el tiempo hasta la tarde en que su hijo comenzó a dibujar figuras geométricas. Desde aquel día Julio y Mauro habían pasado muchas tardes solos, y luego algunas en compañía, y luego otras mas solos. La vida zigzagueaba, y así la aceptaban, pero a veces tenían la sensación de que los planes les nacían ya torcidos y con un marcado carácter perecedero.

Julio sentía desde hace tiempo la necesidad de compartir un plan ambicioso con su hijo. Un proyecto que se cumpliera y fuera perdurable, duradero, memorable. Algo con una firme vocación de permanencia. Y así, Mauro escuchó maravillado cómo, con la ayuda de Erika, iban a construir el triángulo más grande del mundo. Para ello, de entre las piedras que Mauro seleccionó aquel día de otoño eligieron tres. De entre esas tres dieron a elegir una a Erika. Y hoy esa piedra, el primer vértice de su fabuloso triángulo, está en la cima del Tocllaraju, o del Urus, o del Ishinca —Erika nos lo dirá un día—, a casi 6000 metros sobre sus cabezas. Las otras dos aguardan pacientes, bajo la base del mapa mundi que ilumina los sueños de Mauro, a que alguien se embarque en expediciones a otras partes del mundo, a otras cimas donde solo algunos elegidos llegan.

Los dos saben que algún día completarán ese gigantesco triángulo, y lo dibujarán tal cual es sobre el globo terráqueo. Y mirarán al cielo sabiéndolo ahí encima, transparente, inmutable, permanente. Un inmenso tejado de cristal para una casa sin puertas, a la que, como podéis ya suponer, no podrá faltarle un felpudo. Pero ¿dónde lo colocarán si la casa carece de puerta? La sutil sonrisa y los enormes ojos soñadores de Mauro parecen buscar respuestas en las nubes. En su mente se está gestando un nuevo plan: recorrerán todo el perímetro de aquel fantástico triángulo en busca de un lugar donde sientan que el aire les da la bienvenida. Y cuando lo encuentren, colocarán allí un felpudo. Un felpudo triangular y verde.


Juan Luis Blanco
2/6/2010

Trastorno diacrónico leve

viernes, 21 de mayo de 2010

En una vida futura fui veterinario de atunes y supervisor de piscifactorías en Enceladus. Recuerdo que en el futuro el presente era algo más gordo. No tan liviano, no tan delgado, no tan fugaz. Añoro la vida en el futuro porque era más pausada. Lo mismo que ahora sucede con las monedas de céntimo, en el futuro hace siglos que dejaron de usarse los segundos como medida del tiempo por su obvia insignificancia respecto a las unidades de tiempo principales. Durante las noches, vuelvo una y otra vez a evocar aquellos sosegados paseos dominicales por los anillos de Saturno. Echo de menos la ligereza, la obstinada lentitud y la liberadora ausencia de gravedad.

No había agobios en aquel futuro del que volví no hace más de dos semanas. En tan pocos días ya me he hartado de los atascos, el humo, las prisas, el ruido, de caminar pegado al suelo, del aliento de las personas, de los escalones y de la palabra “no”. Además, estando el futuro del que vine mucho más lejos de lo que normalmente dura la vida de un ser humano, en este presente debo de ser otro, y no es sencillo acostumbrarse a mi nuevo ser, olvidándome del que seré o fui. Ya no sé si mis recuerdos son los de aquel que vino del futuro o pertenecen al pasado del que ahora soy. ¡Y mi psicólogo no ha nacido todavía!

Sinceramente, me sentiría mejor si pudiera escapar de este presente tan opresivo, tan inestable, tan poco amigable. Volver al futuro con la tecnología actual es ciertamente impensable. Quizás, con algo de suerte, podría continuar retrocediendo a un presente anterior, a un pasado en el que sin duda no me encontraré con tanta idiotez. Quien sabe, a lo mejor en esa vida anterior seré maquinista de un tren a vapor o cartero de una aldea en Paraguay. Espero no ser kamikaze del ejercito japonés.



Juan Luis Blanco
21/05/2010

Solo

lunes, 3 de mayo de 2010
Esta mañana sonó mi teléfono. Alguien se había equivocado. Ella me pidió perdón. Yo le di las gracias.


Juan Luis Blanco
3/05/2010

45 años y un día

domingo, 2 de mayo de 2010

Cada cumpleaños recuerdo aquella escena. Ella miraba al frente, a lo lejos. Paseaba la vista por los veleros a través del gran mirador sobre el puerto. Él hundía la mirada en su plato y, de vez en cuando, levantaba la cabeza para comprobar que los motivos marineros del interior del restaurante permanecían en el mismo lugar que la víspera. Como todos los días desde hacía años, ocupaban la misma mesa para cuatro. Como siempre, una silla vacía enfrente de cada uno de ellos los delataba, y hablaba en silencio de tormentas, de naufragios y de islas de las que era imposible volver. Y a pesar de todo, parecía haber un “ellos” en aquella angustiosa situación en la que el único pacto imaginable era precisamente el de evitarse mutuamente, por muy cerca que las costumbres más arraigadas —como la de compartir mesa a la hora de comer— acabaran situándolos.

Al poco tiempo de comenzar a frecuentar aquel lugar me dí cuenta de que aquella singular pareja era casi parte de la decoración del mismo: ella, la vista al frente, hacia el puerto; él, la mirada hundida en su plato. A mi modo de ver, ya era bastante rutinario comer siempre en el mismo restaurante como para hacerlo además en la misma mesa y en las mismas posiciones todos los días. Durante los dos años en que lo frecuenté traté de sentarme cada día en un sitio diferente, convencido de que, atendiendo a estos pequeños detalles y con un poco de esfuerzo, se podía impedir que la rutina, marcando el ritmo y el rumbo de nuestras vidas como acostumbra, acabara robándonos el brillo de nuestros ojos.

Con el paso de los meses tuve la ocasión de presenciar aquella tensa escena desde todos los ángulos posibles. En ocasiones me sentaba en una mesa frente a la mujer, en otras frente a su compañero. Algunas veces me colocaba de modo que pudiera ver sus perfiles... Nunca observé variaciones: ella, la vista al frente, hacia el puerto; el, la mirada hundida en su plato. En no pocas ocasiones me preguntaba cómo debía de ser sentirse solo en compañía de otra persona a la que nada te une aparte de la costumbre, y aunque sólo fuera por una necia comparación, me regocijaba en mi soledad de solitario, de hombre libre. Pero, a pesar de esta discutible argucia para sentirme mejor, nunca pude evitar una estremecedora sensación de vértigo al constatar a diario la invariable tenacidad con que la rutina teje los hilos que cuadriculan nuestras vidas. A menos que nos acordemos de luchar contra ella.

Nunca los oí hablar hasta que un día un joven se aproximó a su mesa —ella, la vista al frente, hacia el puerto; él, la mirada hundida en su plato—. Comió con ellos e intentó en varias ocasiones iniciar un diálogo que de antemano sabía condenado a terminar en monólogo. Tan sólo la tarta que puso sobre la mesa hacía pensar que allí pudiera estar teniendo lugar una celebración. Deduje que era su aniversario y empujado por la lástima y un ingenuo afán reparador, quise contribuir a romper una monotonía que parecía haber resistido todos los embates hasta aquel momento. Me armé de valor y me dirigí a ellos:

—¡Felicidades! Veo que celebran su aniversario ¿Cuántos años llevan casados?

—45 años y un día —respondió secamente el hombre. Y en su rostro, una mueca con una remota vocación de sonrisa murió a medio camino en un gesto inerte, cansado y profundamente descorazonador. En su mirada apagada e indiferente se enredaban las sombras de mil cadenas perpetuas. Ella probablemente ni me vio.

Como la lluvia en el mar. Así se diluyó mi primera y última tentativa. A partir de entonces, cada vez que los veía —ella, la vista al frente, hacia el puerto; él, la mirada hundida en su plato—, pensaba en la extraña costumbre de añadir un día a las condenas de los presos. Dos años, cuatro meses y un día. 20 años y un día. 40 años y un día. ¿Qué demonios pasa ese día? ¿Cómo se siente uno ese día? ¿Insinuaba acaso aquel hombre que estaba sufriendo una condena? ¿Serían a lo mejor todos sus días como ese último? ¿O quizás ese día ya pasó y por eso se añade a sus aniversarios? Y si ya pasó ¿qué ocurrió para ocupar tan privilegiado lugar en sus recuerdos?

Aquel día se me hizo tarde. Comían el postre —ella, la vista al frente, hacia el puerto; él, la mirada hundida en su plato— cuando me senté dos mesas a la izquierda del hombre. Pensé que quizás me estaba obsesionando con aquella pareja, sus tristes hábitos y todos los pensamientos que se arremolinaban en torno a sus vidas —si así se podía definir su tediosa existencia—. Entonces la voz del viejo me sobresaltó:

—Perdóneme caballero. ¿Hoy es miércoles verdad?

—Sí —contesté sorprendido al ver que el anciano hablaba, y además se dirigía a mi—, hoy es miércoles ¿Por qué? —pregunté para no dejar pasar la ocasión de cruzar unas palabras con él— ¿Acaso celebran hoy su 46 aniversario?

—No, no... todavía no —titubeó unos segundos antes de continuar—. El caso es que no puedo evitar preguntarle si se encuentra usted bien, porque, siendo miércoles, me ha extrañado que en lugar de sentarse junto al timón de la pared del fondo, lo haya hecho usted al lado del ojo de buey, como normalmente hace los viernes...

En la mesa junto a la puerta de los servicios, al lado del enorme timón de madera, un plato con sus cubiertos y el vaso de tónica, —el único extra que me permitía en el menú— me esperaban. Muy a mi pesar, el inmenso vacío que de repente sentí en el estómago no tenía nada que ver con el hambre. Guardé silencio, bajé la mirada y me dirigí, profundamente trastornado, hacia la otra mesa. Odié a aquel hombre. Conseguí que mis dos primeros pasos no delataran el temblor de mis rodillas. Miré a la mujer. Dos años y ninguna mueca. Mi rodilla cedió. ¿Sonreía? 45 años... Me ardía el pecho. No había dudas ¡era una sonrisa! Tropecé con mi orgullo. En su cara petrificada todavía aquella agria y espantosa sonrisa. Un día, ¿qué día? Nubes de pánico me rodeaban ¿estaba cayendo? Vi brotar chispas entre sus dientes. Miércoles. Mi cabeza rompió el plato. Una camarera me bautizaba con gasolina. Ella reía a llamaradas. Yo buceaba en el abismo.

Nunca más volví a aquel lugar. Hoy cumplo tres años y un día.



Juan Luis Blanco
2/5/2010

¿Qué tal?

lunes, 26 de abril de 2010
Hambre, sueño, prisa, viento, malestar, incomodidad. Calor, paraíso, sombra, frío, dudas, esta bien. Relax, delicias, primavera, durezas, humedad. Gozo, sangre, espuma, bochorno, sed. Envidia, derrapes, crujidos, campanas, salitre, sol. Temblores, nudos, luna, preguntas, suavidad. Bosque, laberinto, maleza, niebla, jaula, red. Venga, vamos, vete, ven... Impaciencia.

Tos.

!Qué cojones se yo cómo estoy!


Juan Luis Blanco
26/04/2010

Sombras de bajamar

viernes, 16 de abril de 2010

Era atardecer. Era bajamar. Era domingo. Todo estaba en retirada: la semana, el sol, la marea; el agua, el ánimo, la luz... Las sombras cada vez más alargadas de los pinos iban ocupando el enorme vacío oscuro que la bajamar siempre provocaba en la bahía, cuando dejaba al descubierto las rocas, los troncos podridos y la arena, uniformados por una húmeda capa de lodo y desesperanza. Al fondo, las pocas zonas de acantilado que permanecían todavía iluminadas por el sol ardían en un naranja premonitorio.

En momentos como aquel, a Silvio se le hacía difícil recordar los intensos azules y los verdes esmeralda de las pleamares, y su memoria buceaba en profundidades sombrías y empantanadas para reproducir su particular catálogo de añoranzas, en el que no faltaban su padre, dos novias, varios amigos y un gato. Lo más inquietante era que nunca olvidaba añadir a esa lista varias ausencias que todavía no se habían producido y que lo aterraban sobremanera, pues nada podía hacer para superarlas más que esperar a que ocurrieran, tratando de acostumbrarse a una certeza de la que hubiera preferido no ser dueño.

Sin embargo, aquel día, quizás porque echó de menos la habitual alegría en sus ojos de miel, se acordó de la mirada afligida de Rosana, la dependienta de la papelería que le había vendido los lapiceros y la goma de borrar dos días atrás. Algo debía de haberle ocurrido pues él no había conocido nunca la tristeza en aquel semblante. Sin embargo, no cabían dudas en aquella expresión alicaída, en aquel caminar cabizbajo, en aquellos movimientos pesarosos. ¿Qué podría estar pasando por aquella cabeza? ¿Qué es lo que estaba encogiendo su corazón? ¿Tendría que ver con el chico con quien había comenzado a salir?

Andaba Silvio elucubrando sobre causas y posibilidades mientras Rosana introducía los lapiceros y la goma en un sobrecito de papel de estraza. Entonces ocurrió. Ella cogió el billete que Silvio le había tendido y bajó la vista al cajón de la registradora, luego extendió su mano con el cambio, inclinó levemente la cabeza al lado contrario de donde él estaba y alzó la mirada hasta encontrarse con sus ojos. La tristeza no había desaparecido de su cara pero, inesperadamente, de entre sus labios surgió una preciosa y conmovedora sonrisa de cuya autenticidad era imposible dudar. Lo primero que pensó Silvio fue en lo difícil que debía de ser sonreír desde el sombrío lugar donde Rosana probablemente se encontrara entonces. Luego, se dio cuenta de que nunca nadie le había dirigido una sonrisa tan sorprendente y mágica como aquella. Y se sintió tan afortunado como quien viera una estrella fugaz en una tempestad, o encontrara un diamante en el fango renegrido de la bahía.

Oscurecía, y Silvio volvió por un momento a sus pensamientos, a sus añoranzas y a las ausencias inminentes. Se dio cuenta de que, nuevamente, andaba preocupándose por acontecimientos que estaban por suceder, y que su presente estaba ya lastrado de posibles desgracias futuras. Y pensó en lo inútil y perniciosa que le resultaba aquella absurda capacidad de anticipación y la inevitable manía de dar solamente por buenos los malos presagios. No sabía bien qué, pero pensó que más le valía hacer algo para cambiar aquel proceder.

Comenzó a desandar el camino hacia su casa y volvió a pensar en Rosana y en su encantadora sonrisa. Entonces, como quien descubre que la noche es la espalda del día, creyó comprender su misterio, su extraordinaria naturaleza: aquella sonrisa no estaba atada al aciago presente en que se producía, sino a alguna fortuna que aún estaba por llegar. Aquella sonrisa respiraba la certeza de un tiempo mejor. Silvio se detuvo y sonrió. Nadie lo vio, pero si alguien lo hubiera hecho habría descubierto una expresión nueva en su rostro. Continuó caminando con los ojos cerrados, tratando de recordar con nitidez la reveladora sonrisa de Rosana. Sonrisa de amanecer. Sonrisa de pleamar. Sonrisa de porvenir.



Juan Luis Blanco
16/4/2010

Escara-abajo

miércoles, 31 de marzo de 2010

Abelardo, el escarabajo, se había subido a aquella roca a buscar el fresco y llevaba toda la tarde refunfuñando por el calor y por el esfuerzo, tan grande como inútil. ¡Deseaba bajarse de aquel pedrusco ya!, y estaba buscando el modo más rápido de hacerlo. En el lado de la gran piedra que miraba a poniente, observó una larga paja que surcaba en diagonal el espacio que separaba el lejano suelo y el borde del precipicio. Había encontrado el camino más corto y sin perder tiempo se encaramó a la espiga-atajo. Cuando ésta se combó bajo su peso, fue presa del desconcierto ante la cruel paradoja que acababa de crear: ahora, para bajar al suelo, habría de subir una estrecha y difícil pendiente. ¡Qué contrariedad! Enojado y perplejo, comenzó a ascender mientras maldecía el verano y despotricaba contra los seres flexibles y su impredecible carácter.



Juan Luis Blanco
29/03/2010

De oficios

domingo, 28 de marzo de 2010
—Hoy están cruzando el cielo mil aviones —pensó Estela —. Me lo llenan de rayas. Dibujan en él sin pedir permiso y dejan ahí sus pintadas compartimentando un azul originalmente infinito.

La cosa iba de rombos, como el jersey del banquero que tenía delante.

—¿Profesión?

—Lo primero que haré con el dinero será un largo viaje. En avión —fantaseaba ensimismada Estela, sin prestar atención a la rutinaria letanía de preguntas.

—¿¿Profesión?? —subió el tono el impaciente empleado.

—Perú, los Andes, el mundo de los Incas, el desierto, la selva... Luego Brasil...

—¿¿¿Profesión??? —enfadado y exagerando la entonación como un mal actor.

—Ejemplo, ¿y usted? —disparó Estela, disimulando la ironía con una inocente sonrisa

—¿Ejemplo de qué? —había estado a punto de gritar el banquero. Pero enseguida se dio cuenta de que cualquier posible conversación sobre conductas ejemplares lo iba a situar en franca desventaja. Así que intentó sosegarse y trató de ser amable y claro. Sobre todo claro.

—Le estoy preguntando por su profesión, su oficio señorita.

—Mi oficio. Veamos: restauradora de olvidos, retratista de presentes y arquitecta de sueños. Hechicera y brújula de almas errantes.

—¿Alguna otra profesión más..., menos..., insólita? —balbuceó descolocado y nervioso el banquero.

—A ver: recolectora de notas desafinadas, hipnotizadora de reptiles medianos y encantadora de otros seres más o menos vivos a tiempo parcial

—¿Me esta usted tomando el pelo? ¿Pero es que no ha tenido usted ningún oficio serio? —la increpó su interlocutor volviendo a perder la compostura.

—Mmmmmh: notaria de aconteceres, contable de nubes y administradora de hoyuelos. Asesora de brisas y vientos, auditora de primaveras y analista de espirales. ¿Le valen?

La paciencia del banquero entró en picado en números rojos, y en su tono se adivinaba una rabia que estaba a punto de rebasar las fronteras de su autocontrol.

—¡Mire usted! ¡No tengo tiempo que perder! Si es tan amable, le agradecería que me hablara directamente de sus ingresos.

—Está bien. No hay problema. Déjeme que haga memoria. Mire, no más fueron dos. Y ahora le cuento. Pero antes hágame un favor: vaya llenándome esta bolsa con los billetes de ese cajón y ponga su reloj sobre la mesa. El primero fue en el penal de Cáceres. Dos años y cuatro meses. Meta también aquella grapadora, por favor —susurró con voz de seda mientras acariciaba el percutor de la pistola—. El segundo en la cárcel del Salto del Negro. Mucho calor, aunque no tanta humedad como aquí. Perdone, ¿podría prestarme también su estilográfica? Gracias. Le escribo aquí mi oficio actual, el que ahora me ocupa. Y me la voy a quedar si no le importa. Gracias de nuevo. Ahora me tengo que ir.

Paralizado por el miedo y la sensación de humedad que se extendía por su entrepierna, el banquero la vio marchar. En el papel que había dejado sobre la mesa, escrito en delicada y fluida cursiva decía: atracadora de bancos, espantaparásitos y destriparrombos. Estela. :-)



Juan Luis Blanco
27/3/2010

La suerte rara

martes, 16 de marzo de 2010
Uno no sabe bien por qué, ocurre que un día, uno de esos en los que te despiertas un poco más solo y presa de un inexplicable malestar existencial, te llega un mensaje de correo electrónico mal traducido del inglés, donde consigues entender que eres afortunado porque te venden no se qué gangas de imitación que son incluso mejores que los originales. Entonces te cagas en tu puta fortuna mientras dejas escapar la que probablemente sea la primera y última sonrisa del día. Y acto seguido, se te ocurre la pregunta: ¿Qué hace la suerte cuando no te sonríe? ¿Dónde cojones se mete?

Cuando la suerte no te sonríe, no te cruzas al final de la calle con tu amigo porque se te ha ocurrido, de repente, entrar a una cafetería a desayunar. No ves la sonrisa que te dirige la chica de la mesa del fondo porque se te ha caído al suelo el azúcar, y justo antes de que encuentres la única buena noticia de la jornada en el periódico, un pesado desconocido te abruma con su parloteo vacío pero sin huecos, mientras te preguntas que verá en ese impresentable aquella diosa, la de la mesa del fondo, para dirigirle tan encantadora sonrisa...

Cuando la suerte no te sonríe, no entiendes la cara de felicidad de tu vecino, te parecen estúpidos y hasta crueles para con el prójimo los arrumacos públicos de las parejitas enamoradas y llegas a considerar insolidario cualquier gesto amable que tenga lugar a tu alrededor, sobre todo porque ninguno de ellos va dirigido a ti. A nadie le apetece ver la sombra de miseria que arrastras. O quizás no la puedan percibir, sumidos como están en su dicha miope y autocomplaciente.

Cuando la suerte no te sonríe, no está tan lejos como pudiéramos pensar. Simplemente te da la espalda, pero gira la cabeza lo justo para que puedas intuir la espléndida sonrisa que esta dirigiendo a los demás. Te ronda, se exhibe con maldad desde todos los ángulos imaginables para que te sea imposible ignorarla y te pone delante de los ojos la lupa de magnificar bienaventuranzas ajenas; pero no te toca ni te mira a los ojos. La suerte, cuando no te sonríe, llega a doler.

Es rara la suerte. Así que, cuando no te sonríe, eres tú el que lo tiene que hacer. Con la más preciosa y difícil de tus sonrisas: esa que proviene de los lugares más lúgubres de tu alma y que ha recorrido cien laberintos de amargura antes de llegar a tu rostro. Sonrisa que, sin especiales aspavientos, es a la vez triunfo y demostración de actitud. Sonrisa misteriosa, concisa y profunda que no necesita de excusas externas, y ante la que acaban inhibiéndose, avergonzadas y encogidas, las sonrisitas superficiales de la felicidad fácil de los afortunados.

Entonces, cuando esa sonrisa llega y brilla en tu cara con una dignidad nueva, sigues tu camino mostrándole tu espalda a la suerte, y dedicándole un guiño para hacerle saber que, si quiere, te puede seguir, aunque no sea del todo necesario.



Juan Luis Blanco
15/03/2010

Soledades

viernes, 12 de marzo de 2010

— ¡Echo de menos unas caricias entre mis púas! —iba pensando en voz alta el erizo Crispín.
— ¡A mi me encantaría que me rascaran la espalda! —respondió Fátima, la marmota, que en aquel instante se cruzaba con él.
Se miraron, titubeantes, el tiempo que tardó una hoja en caer. Y ante lo palpable de sus diferencias, prosiguieron camino de sus respectivas madrigueras con su soledad intacta y alguna que otra herida nueva bajo la piel.


Juan Luis Blanco
12/3/2010

La luz de la verdad

miércoles, 10 de marzo de 2010
Un día un pequeño planeta le habló al sol de la noche. Éste no podía creer que en los planetas de su sistema existiera tal cosa como la sombra o la oscuridad. El planeta, confiado en la validez de sus argumentos, insistió y le explicó que la noche quedaba siempre al otro lado de los planetas, donde el sol no la podía ver. El sol seguía sin convencerse de tal idea, pero decidió hacer alguna averiguación pues la curiosidad le hacía cosquillas. No tuvo más que esperar a que el pequeño planeta, continuando su órbita, se colocara detrás suyo, y entonces, en un movimiento súbito, el sol se dió media vuelta y lo miró fijamente. Allí estaban el pequeño embustero y otros planetas de tamaños diversos, brillando todos ellos con la luz de los mejores mediodías. No se apreciaba allí nada parecido a las tinieblas o a eso que llamaban noche. Nunca más volvió a creer en los planetas.


La verdad de la luz

Un día un pequeño planeta le habló al sol de la noche. Éste no podía creer que en los planetas de su sistema existiera tal cosa como la sombra o la oscuridad. El planeta, confiado en la validez de sus argumentos, insistió y le explicó que la noche quedaba siempre al otro lado de los planetas, donde el sol no la podía ver. El sol seguía sin convencerse de tal idea, pero quedó pensativo. El planeta continuó por su órbita pues poco más podía hacer, y cuando estaba a espaldas del sol, éste, en un movimiento súbito, se dio media vuelta y lo miró fijamente. Se dio cuenta de que el sol, que brillaba como nunca de rabia, lo había malinterpretado, y que hacerle entender qué era la noche iba a ser imposible. Desde entonces desconfía de las estrellas y los objetos demasiado luminosos, y sobre todo, de aquellos que no orbitan y permanecen girando respecto a sí mismos.


Juan Luis Blanco
9/3/2010

La puerta azul

lunes, 8 de marzo de 2010
Lo bueno de los pueblos pequeños es que uno oye los pasos de la gente cuando camina por la calle. Y sin dejar de mirar a lo que uno está, puede saberse si Andreína, la pescadera, va con prisa, o si Rubén, el hijo pequeño de Marta, corre hoy más torpe porque su madre le puso las botas de su hermano mayor. Sabremos también, a nada que escuchemos con atención, si Ismael, el cartero, se va recuperando de la cojera que le provocó el accidente de moto, o si Carla, la niña más guapa del pueblo, está hoy alegre y saltarina, o arrastra sus zapatos y sus penas porque ha vuelto a discutir con alguno de sus cinco hermanos.

La mañana que Tristán decidió pintar la puerta de su casa de color azul, puso sus ojos en la brocha, la puerta y el bote de pintura, y sus oídos en los andares de sus paisanos. Se sorprendió de lo transitada que podía llegar a ser la calle donde vivía. No llevaba dos brochazos cuando llegó a sus oídos el ritmo acelerado y el sonido punzante y agudo de los tacones de Dominique, la profesora de francés, que cesaron por unos segundos, para proseguir enseguida, pero con algo menos de urgencia. Llegó luego el caminar pausado e inconfundible de Guillermo, el pescador, y sus enormes zancadas amortiguadas por las suelas de goma de sus botas de agua. También él se detuvo, el tiempo justo que hubiera correspondido a dos zancadas, y prosiguió su camino tal como vino, como si la parada hubiera sido un silencio en el pentagrama de su caminata matinal. Probablemente se cruzó con el alcalde, cuyas pisadas de zapato nuevo y caro ya se habían detenido una docena de metros antes para consultar una llamada al móvil, y que ahora se volvían a parar frente a la puerta de su casa. Tristán no respiró tranquilo hasta que escuchó nuevamente sus pasos calle abajo. No le caía bien. Entonces, las pisadas cesaron de nuevo, y comenzaron a ganar volumen, lo que sin duda indicaba que el alcalde se había dado la vuelta y volvía. Una gota de azul tembló nerviosa en la brocha y cayó en el escalón de terrazo de su portal. Los zapatos caros y nuevos dejaron de sonar justo detrás suyo. Otra gota le cayó entonces en el pantalón. Dejó la brocha, se limpió como pudo y con un pincel más pequeño, comenzó a retocar y tapar algunas grietas acercándose más a la puerta. Dos manchones más tarde oyó un paso, un solo paso. Dejó de respirar, esperando escuchar el segundo algo más lejos. Pero nada. Tan sólo el canto de los gorriones en los tejados y el rumor lejano del oleaje. Hasta que algo parecido al roce de un zapato que bailara sobre una acera de arenisca arañó a sus oídos. El alcalde apagaba su puro y retomaba su camino calle abajo. Tristán resoplaba aliviado. Y bastante incómodo por la expectación que estaba provocando su puerta azul.

No pasó demasiado tiempo hasta que volvió a oír que alguien se acercaba. Era demasiado irregular para ser un vals, pero el susurro arrastrado de las alpargatas de Julián y el toque quedo y desacompasado de su bastón, componían una cadencia que a Tristán siempre se le había antojado bailable de haber sido algo más rápida. Decidió concentrarse en lo que estaba haciendo y olvidarse un poco de Julián y de lo que ocurriera detrás suyo. Sin embargo, tan sólo después de tres brochazos había vuelto a perder los nervios. Ahora era el silencio el que lo estaba desquiciando. Hacía ya un buen rato que ni el bastón ni las alpargatas de Julián interpretaban su particular ritmo ternario. Tristán esperó, convencido de que el viejo se estaba tomando su tiempo para verter alguna ruda crítica sobre el color, el tipo de pintura o lo inadecuado del día para aquella faena. Lo que fuera, con tal de vaciarle encima su habitual amargura y malhumor. Así que se armó de paciencia y se preparó para buscar la contestación más tajante y descortés que se le ocurriera. Pero ningún nuevo sonido se produjo a sus espaldas. Ni una palabra. Ni un paso. Silencio. Se estaba cansando de este juego que sólo se hacía llevadero mientras hubiera algo que escuchar, y que se volvía insoportable cuando el silencio, lejos de transmitir ausencias, era fruto de alguna voluntad perversa.

No pudo aguantar más y se giró. Desconcertado, comprobó que Julián ni siquiera lo miraba. Ni a él, ni a su puerta. La mano que no sujetaba el bastón le estaba temblando y tenía la vista clavada en un papel pegado en la fachada de enfrente. Cuando el anciano volvió la cabeza, Tristán se quedó helado: en aquella mirada perdida se condensaban la eternidad y el vacío con una intensidad que nunca hubiera podido imaginar. Y comenzó a vislumbrar lo que uno debe sentir cuando el amigo de tu niñez, el que te acompañó como una sombra a pescar, a robar cerezas o a poner monedas en la vía del tren, te mira ahora, como congelado en el tiempo, desde la foto de una esquela.

Todos conocían a Marcelo. Todos, cada uno a su modo, habían detenido sus pasos y el ritmo de sus vidas en un breve y sencillo adiós. Es lo bueno de los pueblos pequeños.

Tristán no tuvo fuerza para continuar poniendo azul en su puerta. Y pensó que acompañar a Julián era sin duda lo más oportuno. Pasearon toda la mañana y ninguno de los dos se atrevió a romper el silencio hasta la despedida frente la puerta a medio pintar.

De allí a tres días, Tristán decidió que ya iba siendo hora de acabar lo empezado y volvió frente a su puerta con la brocha y el bote de pintura. Antes de comenzar a pintar se volvió hacia la fachada detrás suyo. No había ninguna esquela. Recordó una antigua canción de marinos que le enseñó su padre y se puso a silbar. Lo bueno de los pueblos pequeños es que la mayoría de los días no muere nadie, y el sol luce entonces sin impedimentos en la mirada de sus habitantes.


Juan Luis Blanco
8/3/2010

Luningo

lunes, 1 de marzo de 2010

¡Con qué puntualidad llegan siempre los lunes! ¡Nunca se retrasan! ¡Qué rigor en el cumplimiento del calendario! Y por si eso no fuera suficiente se permiten además, con su carácter implacable y expansivo, invadir con su atmósfera gris la tarde del domingo y contaminar con el tufo de lo irremediable el último atardecer de la semana.

De normal, el lunes se respira ya unas horas antes de su llegada, y, cuando llega, algo más obeso por la ración de domingo que te ha robado, te esquiva la mirada, no sé si porque se sabe culpable, o para que no reconozcas su cara la próxima vez que aparezca prematuramente. Se suceden después de los fatídicos lunes, los martes, miércoles, jueves y viernes. Cinco días que siempre acaban pareciendo muchos más, y probablemente no sea casualidad que siempre sean nombrados en plural, pues no hay modo de saber si hablamos de un jueves o de cinco martes a no ser que detallemos el número. Eso sí, luego llegan el sábado y el domingo, tan poco plurales ellos, tan únicos, con ese singular cerrado, finito y puñetero, que nos viene a recordar que nuestro fin de semana consta, de manera inequívoca, de dos días, dos. Inaplazables, inelásticos, improrrogables. Y no pocas veces de uno y medio, en el caso de que, como hoy –y no pocas ocasiones antes–, el lunes haya ganado la batalla provocando ese engendro temporal, de duración y periodicidad indeterminadas, que he comenzado a llamar “luningo”, y al que profeso una aversión igual o mayor que a los propios lunes.

No me gusta terminar malhumorado, y creo que no está de más un pensamiento positivo como conclusión: tan cierto como que la noche sigue al día es que el próximo fin de semana está cada vez más cerca. Ya casi es lunes, y en nada será martes, y al poco viérnoles...

Juan Luis Blanco
28/2/2010

Sin pies ni cabeza

miércoles, 24 de febrero de 2010

A Cándido le gustaba presumir de tener los pies en el suelo. En concreto 100. Y con palpable orgullo solía afirmar que los ciempiés eran los seres que más en contacto vivían con la tierra que pisaban. Sin embargo, no le agradaba admitir lo complejo que le resultaba gestionar sus pasos, y en ocasiones, envidiaba a muchos animales a quienes bastaban tan sólo cuatro, o incluso dos patas, para entender y moverse por el mundo. Así que, para simplificar, se habituó a centrar su atención en sus 12 primeros pies, al fin y al cabo, los otros 88 iban a pisar en el mismo lugar, y 12 era un número muy por encima del que la mayoría de las especies conocidas disponían. Y no resultó mal sistema. Todo era más sencillo y vivía más tranquilo.

Un luminoso día de primavera dejó de sentir el contacto con el suelo. Maravillado, comprobó que volaba. Y se sintió ligero, feliz, diferente, superior. Un ciempiés volador. Estaba encantado con su nueva capacidad y con el sinfín de oportunidades que le brindaba. Fascinado sobrevoló entonces un nido, y observó patidifuso tres pajarillos que lo miraban igualmente boquiabiertos. Luego, por arte de magia, el sol desapareció. Corren rumores de que el pinzón lo agarró por la pata 53.


Juan Luis Blanco
24/2/2010

Nora

domingo, 21 de febrero de 2010



Quiso la suerte que el día que Nora, la dorada, decidió terminar con su vida saltando por la ventana desde su pecera, pasara por la calle aquel camión de conservas que, en la primera curva, la envió de nuevo al mar. Allí, sin poder creérselo todavía, vio cómo Graciela, la estrella de mar, la recibía radiante con sus cinco brazos abiertos. Nora aleteó feliz, inmensamente feliz, hasta que de pronto se percató de que, al contrario que en su pecera, allí todas las direcciones eran posibles.



Juan Luis Blanco
19/2/2010

Temporal




Aquel único día de febrero hubiera bastado para saber lo que es un invierno. Y aquel temporal había hecho enmudecer hasta al más veterano de los pescadores que, hasta ayer mismo, paseaban sus huesos artríticos y sus hazañas por los diques del puerto. Y sin embargo, María decidió acercarse hasta el rompeolas, a pesar de que la naturaleza, en un despliegue descarado de sus peores modales, se empeñaba en gritarle que no.

Nadie la ayudó a recoger el amasijo de alambres y telas de flores en que se había convertido su paraguas cuando huyó de sus frías manos empujado por el vendaval. Al tercer paso de su tímida persecución se dio cuenta de que nunca lo alcanzaría, y de que, además, no merecía la pena. Ya estaba empapada y, quizás, la mano que le acababa de quedar libre podría serle más útil para sujetarse el gorro o el cuello del chubasquero.

Únicamente tres dedos quedaban visibles en el borde de aquella cortina que, en una de las ventanas de las casitas del puerto, volvió apresuradamente a cerrarse. Y tan real como el escalofrío que un golpe de viento le acababa de producir desde el espinazo hasta la nuca, era la mirada de lástima y desaprobación que intuyó tras aquella tela verde oliva. Y aún así, continuó caminando, peleando de frente contra un muro de aire y agua que por momentos se hacía impenetrable.

Hacía mucho frío y todo se estaba volviendo borroso, oscuro y grisáceo. Como si los colores hubieran decidido emigrar en busca de un clima más amable. A ratos, el viento ganaba la batalla y sus pies retrocedían patinando sobre el pavimento. El agua le caía como una cascada desde arriba, o la golpeaba desde cualquier lado según el capricho del viento, o le venía desde abajo cuando el vendaval levantaba los charcos del suelo. Pero estaba decidida. Quería llegar al rompeolas. Quería sentir el temporal y la furia del mar, y que el bramido de las olas se impusiera, ensordecedor, sobre las voces que ella no había podido acallar.

Estaba llegando. Ni un sólo ser vivo se cruzó en su camino, y, mientras divisaba las enormes estelas de espuma de las olas al chocar contra el dique, se pregunto dónde demonios estarían entonces los peces, los cangrejos, las medusas... Ya frente a frente con el mar, no tuvo tiempo de buscar una respuesta. Una brutal ráfaga de viento la arrojó al suelo envuelta en olores de salitre y barro, dejándola a escasos metros del río que bajaba bravo y muy crecido. Todavía en el suelo, un papel arrugado le golpeó la cara y quedó atrapado entre su piel húmeda y el cuello del chubasquero.

Con la cara pegada a los adoquines, frente a aquel mar enfurecido, bajo aquel temporal despiadado, María no supo encontrar urgencia mayor que satisfacer su curiosidad, y desplegó aquel papel. Era una partitura. Bach. El agua había difuminado las notas. Las líneas de los pentagramas comenzaban ya a fundirse entre sí. No iba a ser fácil interpretar aquello. Pero lo que más llamó su atención fue que estaba lleno de tachaduras. Un lápiz, guiado al parecer por una mano furiosa, había tachado la mayor parte de los pentagramas.

Otra embestida del viento y se sintió rodando por el suelo encharcado mientras veía volar hacia las nubes aquel pedazo de papel. ¿Cómo se podía emborronar aquella obra de arte? ¿Quién pudo hacer eso? ¿Por qué? Se sentía desorientada, mojada, y empezó a tener frío y verdaderas dificultades para respirar, pero... no podía quitárselo de la cabeza ¿Qué significaban aquellos enérgicos trazos? ¿Censura? ¿Desaprobación? ¿Impotencia? Y, ¿De dónde llegó ese papel en un día como aquel? ¿Tocaban el violín los atunes? ¿Era en realidad líquida la música? ¿Serían siempre de colores las notas bajo el agua?

Tres días más tarde cesó el temporal. Entre los restos que el mar había dejado en la playa se encontraron lo que quedaba de un paraguas de flores y, semienterrada en la arena, una madeja de cuerdas y astillas de madera que en su día había sido sin duda un digno violonchelo. Muy cerca yacía el cuerpo sin vida de María.


Juan Luis Blanco
17/2/2010

Sin palabras

viernes, 12 de febrero de 2010

–¡Largo de aquí! –me dice con una sonrisa inolvidable antes de cerrar la puerta de su casa. Y mientras me dirijo levitando hacia la calle, noto su presencia en mi respiración, en mis gestos, en mis pasos ligeros. Porque Alba no me acompaña, pero está. Siempre está de algún modo.

Alba es encantadoramente contradictoria. Me maravillan su fortaleza de ala de gorrión, su fragilidad de proa de rompehielos y la elocuencia de todas y cada una de las partes de su cuerpo. Alba es un abrazo constante lleno de amor inequívoco. Te abraza con las piernas, los brazos y la mirada. Te dice que te quiere con sus dedos y con la forma de apoyar la cabeza en tu hombro. Alba prescinde, con una naturalidad asombrosa, de las palabras; y llena, en algún idioma aún sin inventar, los espacios de sentido.

Alba te pone la felicidad en el ombligo, y desde ahí la sientes expandirse por todo tu ser. Alba te sumerge en la armonía, te envuelve de bienestar, te baña de mediodía. Junto a Alba atiendes al silencio como si un maestro te hablara. Y si abres la boca, se te escapa un “gracias” naranja como una mariposa.



Juan Luis Blanco
23/11/2009

La fortaleza de mis dudas

lunes, 8 de febrero de 2010

Hoy me he levantado con la firme certeza de que soy parte de un sistema podrido. Y con una duda: ¿lloran los insectos? Y como dudar se me hace más sencillo transformo mis convicciones en preguntas: ¿puede una parte tan pequeña tener influencia en la podredumbre de un sistema? ¿y si es así, por qué parece no tenerla en la solución de sus males? Y si dudo de mis convicciones, ¡cómo no dudar aún más en mis dudas! ¿Verterán las libélulas una lágrima por cada uno de sus infinitos ojos? ¿Serán algún día mis certezas algo mas fuertes que sus alas?


Juan Luis Blanco
2009/12/16

Tiempo de caracoles

sábado, 6 de febrero de 2010

Bernardo, el caracol, decidió olvidar sus prisas y se detuvo. Recordó entonces sus años jóvenes, cuando su caparazón ocupaba apenas la mitad. Y se dió cuenta de que retroceder al pasado era como buscar refugio en lo más estrecho y oscuro de ese túnel menguante que era su propia concha. Y que el presente coincidía con el límite donde su coraza terminaba. Y que el futuro era inmaterial y estaba aún por construir. Supo entonces que el paso del tiempo no haría sino ampliar su contacto con el presente y su visión del mundo. Y se felicitó.


Juan Luis Blanco
6/2/2010

Alma de río

jueves, 4 de febrero de 2010


Bajan por el río crecido ramas, troncos, árboles... Algunos arrancados de raíz. Nadie se pregunta de dónde provienen, de qué lugar han sido desterrados. Se diría, por su formidable aspecto de titán vencido, que algunos proceden de valles salvajes donde las fuerzas de la naturaleza todavía se despliegan en libertad. Otros, sin embargo, parece que añoraran alguno de esos jardines que, pegados a alguna ribera de hormigón, nacieron para disfrazar de verde los espacios inútiles de los polígonos industriales. En cualquier caso, se presiente en su lenta e inevitable deriva un dolor resignado, el resto de una antigua dignidad teñida ahora de melancolía.

Están luego las infinitas ramas de tamaño menor, y las más pequeñas, y las casi insignificantes, que tratan de combatir su desolación de partes desgajadas agrupándose, anónimas y frágiles, en pequeñas islas vegetales que conforman un mapa imposible de archipiélagos móviles.

Flotan también trozos de madera de procedencias diversas: fragmentos astillados de puertas que en su día, vete tú a saber, quizás dieron paso a alguna maravillosa amistad, o sugirieron una media vuelta con el ruido maleducado de sus cerrojos.

Un tablero que, mutiladas sus patas, extraña los días en que fuera el centro de todas las reuniones. Cuando en su espalda sentía el calor y el aroma de las comidas, y el dulce aliento del cariño vertido junto a los alimentos en los pucheros. Cuando era testigo, bajo su vientre, del amor y los juegos de piernas entrelazadas. Cuando presenció reconciliaciones imposibles y pasiones irrefrenables.

Una caja rota que quizás fuera un cajón. Que a lo mejor albergó secretos inconfesables, objetos personales que hablaban en mil idiomas de sus dueños; o simplemente respiraba, con alivio y una pizca de envidia, los perfumes frescos y exóticos de la ropa recién lavada que le traía noticias del viento y el sol.

Una maleta vieja –¿Por el excesivo uso? ¿Quizás por que nunca viajó más allá de la puerta de un trastero?– flota independiente y solitaria en un crucero que probablemente nunca imaginó.

Un plástico naranja, un bidón oxidado, pedazos de poliuretano blanco, un objeto oscuro imposible de identificar, una pelota vieja de tenis, un bote de algún fantástico producto de limpieza que, paradojas de la vida, se transfigura en suciedad impúdica al final de sus días; llenan de cicatrices la superficie del río. Son las heridas de una civilización incivilizada. No son grandes pero son muchas. Demasiadas. Y tardarán en sanar.

Todo ello flota hoy mezclado en esta corriente terrosa en la que parece que nada se hunde. Y no hay forma de saber que ocurre bajo su opaca superficie. Y seguramente sea mejor así. Es probable que en algún lugar brille el sol y haya brotado ahora mismo una flor. No lo sé. Aquí el cielo es gris oscuro y el agua, que en los días azules y lejanos fuera espejo del cielo, se mantiene hoy imperturbable en ese marrón terco y espeso. Dicen que el hombre tuvo por primera vez consciencia de sí mismo al descubrirse reflejado en las aguas de un río. Yo hoy me miro en el río, y en sus aguas turbias no consigo verme.

¿O quizás sí?

Juan Luis Blanco
8/11/2009

Para mis afueras

martes, 2 de febrero de 2010

Bailan las dudas en mi cabeza, y hablan entre ellas de algunas certezas, como la de que hay no menos de 100.000 poetas, y otros tantos escritores, con la destreza suficiente como para reescribir esto de un modo muchísimo más bello. Y sin embargo... Sin embargo prosigo. Los dedos caen sin tregua sobre el teclado, sabiendo quien los manda –a pesar de ello–, y, resignados, tratan de acomodar en las estructuras propias del lenguaje un sinfín de pensamientos que brotan sin dirección ni objeto alguno. Es sólo necesidad. Necesidad de expresar hacia fuera, necesidad de percibir el eco de los propios pensamientos en otro lado. Y eso es esta hoja que se va llenando de símbolos: un muro que me devuelve un eco incierto, pero más ordenado.

Y pienso, ahora para mis adentros, si escribir, con ese orden que imponen las normas gramaticales, no será encorsetar, dirigir, encauzar un río de ideas que de otro modo se desparramarían naturalmente en todas direcciones. ¿y si pienso, escribo y no releo, y dejo que todo fluya por momentos, y recuerdo algunas amapolas en una cuneta aquel día de viento? y los coches a toda velocidad, claro, a lo mejor no era el viento. Miles de cristales pequeñitos que llenan los arcenes de las carreteras. Brillitos. Asfalto. Meseta amarilla, sol de justicia, azul profundo e inmenso. Viajar.
Con mi padre. Siendo extranjero y volviendo a sus orígenes, a mis orígenes. A la tierra seca. Olvidar las nubes, el verde, el barro, los nublados, la añoranza del sol, las mareas. Si, ya se van desparramando, y necesito respirar, y dejo      unos      espacios      para que tu imagines y yo descanse. El tiempo justo para recordar una melena ajena y rubia golpeando mi cara. Otra vez viento, y calor. ¿Era rubia? No lo sé, era ajena y estaba lo suficientemente cerca. Tampoco hacen falta todos los detalles. Pero allí si había mareas. Subiendo y bajando, cíclicas. No, no voy a borrar lo de cíclicas, ahí se queda para mi disgusto y el tuyo quizás. Pero ya ves como la cosa va de otra manera, y sin embargo, tan bien que nos han educado, siguen cayendo casi todos los acentos en el lugar que les corresponde, y me aterroriza alterar la ortografía o cambiar el orden de las palabras en una frase, no sea que no se me entienda, y pongo comas para que tomes aire, y caigo nuevamente en la tiranía de la gramática, y mi pensamiento, cansado, se acomoda a las estructuras habituales, cotidianas. Y mis dedos son ahora más lentos. Y el desasosiego en mi estómago se hace, ¿cómo lo diría? Más..., más... Si, más llebadero. ¡Si!

Juan Luis Blanco
2/2/2010